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viernes, 4 de julio de 2008

Socialización del hombre (Jose Ortega y Gasset

Desde mediados del siglo último se advierte en Europa una progresiva publicación de la vida. En los últimos años ha avanzado vertiginosamente. La existencia privada, oculta o solitaria, cerrada al público, al gentío, a los demás, va siendo cada vez más difícil.
Este hecho toma, por lo pronto, caracteres corpóreos. El ruido de la calle. La calle se ha vuelto estentórea. Una de las franquías mínimas que antes gozaba el hombre era el silencio. El derecho a cierta dosis de silencio, anulado. La calle penetra en nuestro rincón privado, lo invade y anega de rumor público. El que quiera meditar, recogerse en sí, tiene que habituarse a hacerlo sumergido en el estruendo público, buzo en océano de ruidos colectivos. Materialmente no se deja al hombre estar solo, estar consigo, Quiera o no, tiene que estar con los demás. La gran vía y la plazuela rezuman su alboroto anónimo a través de los muros domésticos.
Todo lo que significaba acatamiento frente a la ilimitada publicidad mengua día por día. Sobre todo el castillo de la familia. La vida de familia, minúscula sociedad hacia adentro y erizada contra la gran sociedad civil, queda reducida a un mínimo. Cuanto más delante va un país, menos es ya en él la familia. Por cierto que es curiosa la causa inmediata de su acelerada evaporación. Siempre se había reconocido que el corazón de la familia era el hogar; pero, como suele, el hombre había comenzado por dar de ello una interpretación romántica. El hogar es altar (Hestia) y es cocina. ¡Vaya por el altar! ¡El sagrado de la familia, de la paternidad, de los lares!... Pero tan pronto como empezó a ser difícil encontrar servidumbre doméstica, los lares, la paternidad, el altar familiar, comenzaron a volatizarse. Se ha visto a la postre que el sostén de la familia no era el dios Lar ni el pater familias, sino simplemente el criado. Hasta el punto de que puede formularse el hecho casi con el rigor de una ley funcional como las de la física; en cada país queda hoy de vida familiar tanto cuanto queda de servidumbre. En Estados Unidos, donde es más difícil tener una criada que una jirafa, la vida familiar se ha contraído hasta la extrema abreviatura. Y con ella se ha reducido el tamaño de la casa. ¿Para qué, si no se puede estar en casa? Sin criados, es forzoso simplificar la existencia doméstica, y al simplificarla se ha hecho incómoda. El complicado rito semirreligioso de la condimentación —altar-cocina- ha tenido que minimizarse. El hombre se ha proyectado hacia lo público, arrojado del recinto doméstico. El puchero era el dios Lar.*
Centrifugación de la familia. Diferencia entre el número de horas que antes se pasaba en casa y el que ahora se pasa. En aquellas horas largas y lentas de interior, el hombre fomentaba en sí la cristalización de una parte de sí mismo, privada, no pública, fácilmente antipública.
Un diagrama podría mostrar la evolución sufrida por el espesor de los muros desde la Edad Media hasta el día. En el siglo XIV, la casa es una fortaleza. Hoy, el edificio de pisos es una colmena; es ella misma una ciudad, y las paredes con tenues tabiques apenas nos separan de la calle. Todavía en el siglo XVIII, las casas son espaciosas y profundas. El hombre vive en ellas la mayor porción de su jornada, en recatada y defendida soledad. La soledad, hora tras hora goteando sobre el alma, hace faena de forjador sobre ella. La soledad tiene algo de herrero trascendente que hace a nuestra persona compacta y la repuja. Bajo su tratamiento, el hombre consolida su destino individual y puede salir impunemente a la calle sin contaminarse por completo de lo público, mostrenco, endémico. En el aislamiento se produce de manera automática una criba y discriminación de nuestras ideas, afanes, fervores, y aprendemos los que son de verdad nuestros y los que son anónimos, ambientes, caídos sobre nosotros como la polvareda del camino.
No se sabe cual será el término de este proceso. La historia de Europa ha sido hasta ahora una educación y fomento de la individualidad. Se había propuesto que la vida tomase cada vez con mayor intensidad la forma individual. Es decir, que al vivir, cada cual se sintiese único. Único en el goce, como en el deber y en el dolor. ¿Y no es ésta la verdad, la pura verdad trascendental sobre la vida humana? Magnífico o humilde, para el hombre, vivir es, en su raíz misma, haberse quedado solo —conciencia de unicidad, de exclusividad en el destino, que sólo él posee. No se vive en compañía. Cada cual tiene que vivir por sí su vida, apurarla con sus únicos labios, como una copa llena de lo dulce y lo agrio. A uno le pasa hallarse acompañado; pero el pasarle a uno no admite copartícipes.
Y, sin embargo, no puede dudarse de que hoy experimentamos un inesperado cambio de dirección. Desde hace dos generaciones, la vida del europeo tiende a desindividualizarse. Todo obliga al hombre a perder unicidad y a hacerse menos compacto. Como la casa se ha hecho porosa, así la persona y el aire público —las ideas, propósitos, gustos— van y vienen a nuestro través y cada cual empieza a sentir que acaso él es cualquier otro. ¿Es esto sólo una finta, un cambio transitorio, un paso atrás para dar un brinco más alto de individualización? No se sabe; pero es un hecho que a estas horas gran número de europeos sienten una lujuriosa fruición en dejar de ser individuos y disolverse en lo colectivo. Hay una delicia epidémica en sentirse masa, en no tener destino exclusivo. El hombre se socializa.
La cosa carece de novedad en la historia humana. Casi ha sido lo más frecuente. Lo raro fue lo inverso: el afán de ser individuo, intransferible, incanjeable, único. Lo que ahora acontece nos aclara la situación del hombre en los buenos tiempos de Grecia y de Roma. No se concedía a la persona libertad para vivir por sí y para sí. El Estado tenía derecho a la totalidad de su existencia. Cuando Cicerón sentía gana de retraerse en su villa tusculana y vacar al estudio de los libros griegos, necesitaba justificarse públicamente y hacerse perdonar aquella su momentánea secesión del cuerpo colectivo. El gran crimen que costó la vida a Sócrates fue su pretensión de poseer un demonio particular, privado; es decir, una inspiración individual.
La socialización del hombre es una faena pavorosa. Porque no se contenta con exigirme que lo mío sea para los demás —propósito excelente que no me causa enojo alguno—, sino que me obliga a que lo de los demás sea mío. Por ejemplo: a que yo adopte las ideas y gustos de los demás. Prohibido todo aparte, toda propiedad privada, incluso esa de tener convicciones para uso exclusivo de cada uno.
La divinidad abstracta de "lo colectivo" vuelve a ejercer su tiranía y está ya causando estragos en toda Europa. La Prensa se cree con derecho a publicar nuestra vida privada, a juzgarla, a sentenciarla. El poder público nos fuerza a dar cada día mayor cantidad de nuestra existencia a la sociedad. No se deja al hombre un rincón de retiro, de soledad consigo.
Las masas protestan airadas contra cualquier reserva de nosotros que hagamos.
Probablemente, el origen de esta furia antiindividual está en que las masas se sienten allá en su fondo íntimo débiles y medrosas ante el destino. En una página agudísima y terrible hace notar Nietzsche cómo en las sociedades primitivas, débiles frente a las dificultades de la existencia, todo acto individual, propio, original, era un crimen, y el hombre que intentaba hacer su vida señera, un malhechor. Había que comportarse en todo conforme a uso común.
Ahora, por lo visto, vuelven muchos hombres a sentir nostalgia del rebaño. Se entregan con pasión a lo que en ellos había aún de ovejas. Quieren marchar por la vida bien juntos, en ruta colectiva, lana contra lana y la cabeza caída. Por eso, en muchos pueblos de Europa andan buscando un pastor y un mastín.
El odio al liberalismo no procede de otra fuente. Porque el liberalismo, antes que una cuestión de más o menos en política, es una idea radical sobre la vida: es creer que cada ser humano debe quedar franco para henchir su individual e intransferible destino.

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* No es sólo manera de decir. Entre los lugares que en la historia europea han representado la más densa vida de "interior", de familia, están los países Bajos. Pues bien: allí se tenía una fe supersticiosa en la cremaillére, la magnífica marmita o caldera colgada en el hogar, uno de los productos más característicos de la metalurgia helga. "La santidad del hogar en la Edad Media —dice Michelet— no reside tanto en el fogón como en la cremaillére sobre él suspendida". En los asaltos guerreros, "cuando los soldados se desparraman para robar y arañar y no perdonan edad ni sexo, las mujeres, las muchachas y los niños se agarran a la caldera, esperando así escapar a su futuro." (Histoire de France, tomo VIII.)