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domingo, 21 de diciembre de 2014

Porque no soy comunista - Bertrand Russel


Ante cualquier doctrina política, debemos plantearnos dos cuestiones: 1) ¿Son ciertos sus principios teóricos? 2) ¿La puesta en práctica de esa doctrina es susceptible de incrementar la felicidad humana? Por lo que a mí respecta, creo que los principios teóricos del comunismo son falsos, y pienso que la práctica de sus máximas aumenta inconmensurablemente la miseria humana. Los principios teóricos del comunismo provienen, en su mayoría, de Marx. Mis objeciones a Marx obedecen a dos motivos: uno, que era una mentalidad confusa; otro, que su pensamiento estaba casi enteramente inspirado por el odio. La teoría de la plusvalía, con la que se supone demostrar la explotación de los asalariados por el capitalismo, ha sido elaborada gracias a: a) la aceptación subrepticia de la teoría de la población de Malthus, que Marx y todos sus discípulos rechazan explícitamente; b) la aplicación de la teoría rieardiana del valor a los salarios, pero no a los precios de los artículos manufacturados. Marx está completamente satisfecho con el resultado, no porque se amolde a los hechos o porque sea lógicamente coherente, sino porque está calculado para hacer surgir la cólera de los asalariados. La teoría de Marx de que todos los acontecimientos históricos han sido motivados por la lucha de clases hace extensibles, precipitada e inciertamente, a la historia mundial, ciertos rasgos preponderantes de la Inglaterra y la Francia de hace cien años. Su creencia de que hay una fuerza cósmica, llamada materialismo dialéctico, que rige la historia humana independientemente de la voluntad de los hombres, es mera mitología. Sus errores teóricos no hubieran tenido, sin embargo, tanta importancia, si no hubiera sido porque, como Tertuliano y Carlyle, su principal deseo era el de ver el castigo de sus enemigos, sin tener en cuenta lo que sucediera, en la coyuntura, a sus amigos. La teoría de Marx era bastante mala; pero el desarrollo que ha experimentado con Lenin y Stalin la ha hecho mucho peor. Marx había enseñado que existiría un período de transición revolucionaria, inmediatamente después de la victoria del proletariado en una guerra civil, y que, durante ese período, el proletariado, de acuerdo con la práctica acostumbrada después de una guerra civil, privaría a sus enemigos vencidos del poder político. Este período debía ser el
de la dictadura del proletariado. No se debe olvidar que, en la profética visión de Marx, la victoria del proletariado tendría lugar cuando éste hubiera aumentado hasta llegar a ser la inmensa mayoría de la población. La dictadura del proletariado, por tanto, tal como la concebía Marx, no era esencialmente antidemocrática. En la Rusia de 1917, sin embargo, el proletariado constituía un pequeño porcentaje de la población, y la gran mayoría estaba constituida por campesinos. Se decretó que el partido bolchevique era el sector con conciencia de clase del proletariado, y que un reducido comité, formado por sus dirigentes, era el sector con conciencia de clase del partido bolchevique. La dictadura del proletariado se convirtió, de ese
modo, en la dictadura de un reducido comité, y, últimamente, en la de un hombre: Stalin. Como único proletario con conciencia de clase, Stalin condenó a morir de hambre a millones de
campesinos y a trabajos forzados en campos de concentración a otros millones. Incluso llegó a decretar que las leyes de la herencia fueran, a partir de cierto momento, diferentes de lo que
solían ser y que el plasma germinal debía obedecer a los decretos soviéticos y no al fraile reaccionario Mendel. Soy completamente incapaz de concebir cómo es posible que algunas personas, que son tan humanas como inteligentes, puedan encontrar algo que admirar en el inmenso campo de esclavitud que ha creado Stalin.
Siempre he estado en desacuerdo con Marx. Mi primera crítica hostil hacia él fue publicada en 1896. Pero mis objeciones al comunismo moderno son más profundas que mis
objeciones a Marx. Lo que yo considero particularmente desastroso es el abandono de la democracia. Una minoría que basa su poder sobre la actuación de la policía secreta no tiene
más remedio que ser cruel, opresiva y oscurantista. Los peligros de un poder irresponsable fueron generalmente reconocidos durante los siglos XVIII y XIX; pero, los que han sido
deslumbrados por los visibles éxitos de la Unión Soviética, han olvidado todo lo que tuvo que ser dolorosamente aprendido durante la época de la monarquía absoluta, y han retrocedido a lo que había de peor en la Edad Media, con la curiosa ilusión de que se encontraban en la vanguardia del progreso. Existen signos de que, con el tiempo, el régimen ruso se hará más liberal. Pero, aunque ello es posible, está muy lejos de ser seguro. Mientras tanto, todos los que concedan algún valor, no sólo al arte y a la ciencia, sino a que sea suficiente el pan cotidiano y el estar libre del temor de que una palabra imprudente que sus hijos profieran ante el maestro de escuela les pueda condenar a trabajos forzados en las soledades de Siberia, deben hacer cuanto esté en su poder para que se conserve, en sus países, una forma de vida menos servil y más próspera. Hay quienes, obsesionados por los males del comunismo, han llegado a la conclusión de que la única manera efectiva de luchar contra esos males consiste en una guerra mundial. Me parece que eso es un error. Tal política podría haber sido posible en alguna ocasión; pero, en la actualidad, la guerra se ha hecho tan terrible y el comunismo ha llegado a ser tan poderoso, que nadie puede decir lo que quedaría del mundo después de una guerra mundial, y lo que quedara sería probablemente tan malo, por lo menos, como el comunismo actual. El resultado de tal guerra no dependerá del que consiga obtener la victoria nominal, si la consigue alguien. Dependerá de los inevitables efectos de la destrucción en masa producida por las bombas de hidrógeno y de cobalto y, quizá, por epidemias ingeniosamente propagadas. La manera de combatir al comunismo no es la guerra. Lo que necesitamos, además de armamentos capaces de disuadir a los comunistas de atacar al Occidente, es la disminución de las razones del descontento en las partes menos prósperas del mundo no comunista. En la mayoría de los países de Asia existe una miseria abyecta que el Occidente debería aliviar, en la medida de sus posibilidades. Existe también una gran amargura, ocasionada por los siglos de dominación insolente de los europeos en Asia. Esto debería resolverse con la combinación de un tacto paciente con grandes anuncios de la renuncia a tantas reliquias de la dominación blanca como existan todavía en Asia. El comunismo es una teoría que se alimenta de la pobreza, del odio y los conflictos. Su propagación sólo puede ser detenida por medio de la disminución del área donde reinan la pobreza y el odio.