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lunes, 29 de junio de 2015

Nilda - Junot Díaz

Nilda, Junot Díaz


Nilda era la novia de mi hermano.
Así es como comienzan todas estas historias.
Era dominicana, de aquí, y tenía el pelo superlargo como las muchachas pentecostales, y un busto increíble. Estoy hablando de world class. Rafa la colaba en el cuarto del sótano después que mami se acostaba y se lo metía al ritmo de lo que tocaran en la radio en ese momento. Pero tenían que dejar que me quedara en el sótano con ellos, porque si mami me oía en el sofá de arriba acabaría con todo el mundo. Y como yo no iba a pasarme la noche entera en la calle, tenía que ser así.
Rafa no hacía ruido, quizá algo bajito que parecía otra forma de respirar. Pero Nilda sí. Siempre parecía que estaba tratando de no llorar. Era una locura oírla. La Nilda que yo conocí de niño era una de las muchachas más calladas del barrio. Se dejaba una cortina de pelo que le cubría la cara y leía The New Mutants, y las únicas veces que miraba directamente era cuando contemplaba lo que había afuera de la ventana.
Pero eso fue antes que le crecieran así aquellas tetas, fue antes que ese girón de pelo negro pasara de ser algo que halar en la guagua a algo que acariciar en la oscuridad. La Nilda nueva vestía pantalones apretaos y camisetas de Iron Maiden; ya se había fugao de la casa de su mamá y estaba alojada en un hogar institucional para adolescentes; ya se había acostao con Toño y Néstor y Little Anthony de Parkwood, tipos muy mayores para ella. Muchas veces se quedaba en nuestro apartamento porque odiaba a su mamá, la borracha del barrio. Hangueaba por la parada de guagua, como si viniera de su propia casa, con la misma ropa del día anterior y con el pelo sucio, parecía un cuero. Esperaba a mi hermano, no le hablaba a nadie y nadie le hablaba a ella, porque siempre fue una de esas muchachas calladitas, semirretrasadas con quien no se podía hablar a menos que estuvieras dispuesto a terminar enredao en una pila de cuentos estúpidos. Si Rafa decidía no ir a la escuela, entonces ella esperaba cerca del apartamento hasta que veía a mi mamá irse pal trabajo. Algunas veces Rafa la dejaba entrar inmediatamente. Otras veces se quedaba dormido y ella esperaba al otro lado de la calle, haciendo letras con un montón de piedrecitas hasta que lo veía cruzar por la sala.
Tenía bemba de imbécil y una cara de luna muy triste, y la piel reseca. Siempre se estaba untando crema y maldiciendo al padre moreno de quien la había heredao.
Parecía que estaba esperando eternamente por mi hermano. Había noches en que tocaba a la puerta y yo la dejaba entrar. Nos sentábamos juntos en el sofá mientras Rafa trabajaba en la fábrica de alfombras o hacía ejercicios en el gimnasio. Compartía mis cómics nuevos con ella; los leía muy de cerca, pero en cuanto Rafa aparecía me los tiraba y saltaba a sus brazos. Te extrañé, le decía con voz de niña, y Rafa se reía. Lo debías haber visto en esos días: tenía la cara huesuda de un santo. Entonces mami aparecía en la puerta y Rafa se soltaba y caminaba con meneo de cowboy hacia ella y le preguntaba: ¿Hay algo de comer, vieja? Claro que sí, decía mami, tratando de ponerse los espejuelos.
Ese negrito lindo nos tenía a todos a sus pies.
Una vez que Rafa se retrasó en el trabajo y pasamos solos un largo rato en el apartamento, le pregunté a Nilda sobre el hogar para adolescentes. Para entonces solo faltaban tres semanas para que se acabara el año escolar y todo el mundo estaba en un estado de desgane, sin querer hacer na. Yo tenía catorce años y leía Dhalgren por segunda vez. Tenía un IQ con el que podría haber partido en dos a cualquiera, pero lo hubiera cambiao en un segundo por un chance a una cara media linda.
Ta to, dijo, mientras tiraba del frente del top, tratando de echarse fresco en el pecho. La comida era terrible pero los chicos estaban buenísimos. Todos se querían acostar conmigo.
Empezó a comerse una uña. Hasta los empleados me llamaban cuando me fui, dijo.



La única razón por la cual Rafa se metió con ella fue porque su última novia se había regresao a Guyana –era una dougla con una sola ceja y una piel como para morirse– y porque Nilda no dejaba de echársele encima. Solo hacía un par de meses que había dejao el hogar para adolescentes, pero ya tenía tremenda reputación de cuero. Muchas de las muchachas dominicanas del pueblo vivían bajo una especie de encierro. Las veíamos en la guagua y en la escuela y de vez en cuando en el Pathmark, pero como la mayoría de sus familias conocían demasiao bien a los tígueres que deambulaban por la barriada, no las dejaban salir a hanguear. Nilda era diferente. Era lo que llamábamos en esos días basura prieta. Su mamá era una borrachona aburría, que se la pasaba de arriba abajo en South Amboy con sus novios blancos. En otras palabras, Nilda era libre y podía hacer lo que le diera su gana, y vaya si lo hacía. Siempre andaba en la calle, donde los carros se le arrimaban. Antes de enterarme de que había regresao del hogar para adolescentes ya se había metío con un negro viejo de los apartamentos de atrás. La tuvo bailando en su güebo por cuatro meses. Los veía paseando en su Sunbird oxidao y abollao mientras yo repartía periódicos. El hijoeputa tenía como trescientos años de edad, pero como tenía carro, una colección de discos y álbumes de todos de sus días en Vietnam, y le podía comprar ropa para cambiar los trapos que llevaba, ella estaba asfixiá.
Odiaba a ese negro desgraciao con todas mis fuerzas, pero cuando se trataba de hombres no había manera de hablarle de Nilda. Le preguntaba: ¿Qué tal con el güebo arrugao? Y se ponía tan brava que dejaba de hablarme por días. Después me mandaba una nota que decía: Necesito que respetes a mi hombre. Whatever, le contestaba. Entonces el viejo se desapareció, y nadie nunca jamás supo de él, vainas típicas de mi barrio. Y durante un par de meses ella anduvo de uno a otro entre los tiguerones de Parkwood. Los jueves, que era el día que yo compraba cómics, ella pasaba por casa a ver lo que tenía de nuevo, y me contaba lo infeliz que estaba. Nos sentábamos juntos hasta que anochecía y entonces su bíper se disparaba y al darle un vistazo rápido a los números decía: Me tengo que ir. Algunas veces la agarraba y la tumbaba en el sofá y nos quedábamos así un largo rato, yo esperando que se enamorara de mí, y ella esperando no sé qué, pero había momentos en que también se ponía muy seria. Tengo que irme a ver a mi hombre, decía.
Uno de esos días de cómics lo que vio fue a mi hermano después de una de sus carreras de cinco millas. Rafa todavía boxeaba y su cuerpo parecía una escultura, los músculos del pecho y el vientre tan estriados que eran como un dibujo de Frazetta. Él se fijó en ella porque tenía puestos unos shorts ridículos y una camisetica que se le podía levantar de un estornudo. Se le veía un poquito de barriga entre la camiseta y los shorts. Él le sonrió, y ella se puso superseria e incómoda. Él le dijo que le hiciera un té helao y ella le contestó que se lo podía hacer él mismo. Tú eres visita, le dijo. Debes contribuir algo al fokin mantenimiento de la casa. En cuanto se metió en la ducha, ella fue corriendo a la cocina a hacerle el té. Le dije que lo dejara, pero me contestó: No me es ningún inconveniente. Y entre los tres nos tomamos el té.
Quería advertírselo, decirle que él era una bestia, pero ella ya se había lanzado hacia él a la velocidad de la luz.
Al día siguiente, el carro de Rafa estaba roto ―qué coincidencia―, así que tomó la guagua a la escuela y cuando pasó por nuestro lado le agarró la mano y la levantó. Ella dijo: Déjame tranquila. Sus ojos apuntaban directamente al piso. Solo quiero enseñarte algo, le dijo. Ella trataba de soltarse el brazo, pero el resto de su cuerpo se iba con él. Vamos, dijo Rafa, y por fin se rindió. Cuídame el asiento, me dijo ella, volviendo la cabeza en mi dirección, y le contesté: No te preocupes. Antes que la guagua entrara en la 516 ya Nilda estaba sentada en las piernas de mi hermano, cuya mano se había desaparecido por debajo de su falda de tal manera que parecía que le estaba haciendo un procedimiento quirúrgico. Cuando nos bajamos de la guagua, Rafa me agarró y me metió los dedos en la nariz. Huele esto, dijo. Este es el problema de las mujeres.
Por el resto del día, Nilda estaba que no se le podía acercar nadie. Se amarró el pelo en una cola y estaba gloriosa en su triunfo. Hasta las blanquitas que conocían a mi hermano, el musculoso a punto de comenzar su último año escolar, estaban impresionadas. Y mientras Nilda, sentada en una esquina de nuestra mesa en la cafetería, le contaba todo a sus amigas, mis panas y almorzábamos unos sándwiches de porquería y hablábamos sobre los X-Men ―esto era cuando los X-Men todavía tenían cierta lógica―, y aunque no queríamos admitirlo, la verdad era clara y terrible: las mejores jevitas iban rumbo a la secundaria como mariposas nocturnas siguiendo la luz, y no había na que nosotros, los más jóvenes, pudíeramos hacer al respecto. Mi panita José Negrón ―también conocido como Joe Black― fue quien más sufrió la deserción de Nilda, porque se había imaginao que tenía una chance con ella. La primera vez que ella regresó del hogar para adolescentes, se habían tomao de la mano en la guagua, y aunque después ella se fuera con otros, él nunca se pudo olvidar de eso.
Tres noches después, yo estaba en el sótano cuando ella y Rafa se acostaron. Y esa primera vez ninguno de los dos hizo sonido alguno.


Salieron juntos todo ese verano. Nadie hizo na en particular. Mi pandillita patética y yo hicimos una excursión a Morgan Creek y nadamos en el agua que apestaba al lixiviado que se escapaba del vertedero. Apenas ese año fue que comenzamos a coger en serio eso de la bebida y Joe Black le robaba botellas de licor a su papá. Nos las embizcábamos mientras nos mecíamos en los columpios detrás de los apartamentos. Pero por causa del calor, y por lo que sentía muy adentro de mi pecho, muchas veces me quedaba en casa con mi hermano y Nilda. Rafa siempre andaba cansao y muy pálido. Su transformación había ocurrido en cuestión de días. Le decía: Mírate, blanquito, y él contestaba: Mírate tú, negro feo. Él no tenía ganas de hacer na, y como su carro se había dañado de verdad, nos quedábamos con el aire acondicionao en el apartamento a ver televisión. Rafa había decidido no regresar a la escuela para su último año, y aunque mi mamá tenía el corazón partío y trataba de motivarlo, haciéndole sentirse culpable por lo menos cincos veces al día, él no paraba de hablar sobre su decisión. Nunca le había gustao la escuela, y después que mi papá nos abandonó por una jevita de veinticinco años, Rafa sintió que ya no tenía que fingir interés. Me gustaría hacer un fokin viaje bien largo, nos dijo. Ver California antes que se hunda en el mar. California, dije. California, dijo. Un tíguere causaría sensación ahí. Me gustaría ir también, dijo Nilda, pero Rafa no le contestó. Había cerrado los ojos y se podía ver que algo le dolía.
Casi nunca hablábamos sobre nuestro padre. Yo estaba más que contento de que ya no me estuviera entrando a palos, pero una vez, al comenzar La Última Gran Ausencia, le pregunté a mi hermano dónde pensaba que se había ido, y Rafa contestó: Como si a mí me fokin importara.
Fin de conversación. Mundo sin fin.
Un día estábamos locos del aburrimiento y nos fuimos a la piscina; entramos de gratis porque Rafa era pana de uno de los salvavidas. Nadé, Nilda buscó mil razones para darle la vuelta a la piscina para demostrar lo chula que estaba en su bikini, y Rafa se estiró bajo un toldo para observarlo todo. De vez en cuando me llamaba y nos sentábamos juntos por un ratico. Cerraba los ojos mientras yo me estremecía estudiando cómo se secaba el agua en mis piernas paliduchas hasta que me decía que volviera a la piscina. Cuando Nilda terminaba su show de comparona, regresaba a donde estaba Rafa descansando y se arrodillaba a su lao. Él le daba un beso largo, sus manos jugando parriba y pabajo por su espalda. No hay mejor que una jevita quinceañera con un cuerpazo, así parecía que me decían esas manos.
Joe Black siempre los miraba. Compái, murmuraba, está tan buena que le lamería el culo y se lo vendría a contar a ustedes.
Quizá a mí también me hubiera hecho gracia si no conociera tan bien a Rafa. Aunque aparentaba estar enamorao de Nilda, también tenía una pila de jevitas en órbita. Entre ellas había una blanquita viratala de Sayreville, y una morena de Nieuw Amsterdam Village que también se quedaba a dormir en casa y sonaba como una locomotora cuando lo hacían. No recuerdo su nombre, pero sí me acuerdo de cómo brillaba su pelo a la luz de la pequeña lámpara.
En agosto Rafa dejó su trabajo en la fábrica de alfombras. Estoy demasiao cansao, se quejó, y algunas mañanas los huesos de las piernas le dolían tanto que ni siquiera se podía levantar. Cuando esto les pasaba a los romanos cogían un hierro y te hacían añicos las piernas, le comenté mientras les daba masajes a las canillas. El dolor te mataba instantáneamente. Chévere, decía. Anímame un poquitico más, fokin comemierda. Un día mami lo llevó al hospital para un chequeo y después los encontré a los dos vestiditos y sentaos en el sofá, viendo televisión como si na hubiera ocurrido. Estaban tomaos de la mano y mami parecía chiquitica al lado de él.
¿Y?
Rafa se encogió de hombros. El médico cree que tengo anemia.
La anemia no es tan grave.
No, dijo Rafa, con una sonrisa amarga. Bendito Medicaid.
Lucía terrible a la luz de la televisión.


Ese fue el verano en que todo en lo que nos íbamos a convertir estaba flotando entre nosotros. Las jevas empezaban a fijarse en mí; no era buenmonzo, pero sabía escuchar y tenía los brazos musculosos como un boxeador. En otro universo, probablemente todo hubiera salido bien, hubiera tenido miles de novias, y buenos trabajos, y un mar de amor en que nadar, pero en el mundo en que vivía, tenía un hermano que se estaba muriendo de cáncer y la vida que me esperaba era un túnel largo y oscuro como una milla de hielo negro.
Una noche, un par de semanas antes que empezara la escuela―debieron haber pensao que estaba dormido― Nilda empezó a contarle a Rafa sus planes para el futuro. Creo que hasta ella ya sabía lo que iba a pasar. Oírla hablar, oír cómo ella se imaginaba a sí misma, fue una de las experiencias más tristes que he vivido. Quería liberarse de su mamá y abrir un hogar para niños fugaos de sus casas. Sería bacanísimo, dijo. Sería para niños normales pero con problemas. Lo debía haber querido mucho porque se abrió por completo. Hay gente que habla de un flow, pero lo que oí esa noche fue real, sin rupturas, se contradecía y a la vez tenía sentido total. Rafa no dijo na. Quizá jugaba con su pelo, o quizá ya na le importaba un carajo. Cuando ella terminó no dijo ni wow. Me quise morir de pena. Como a la media hora ella se levantó y se vistió; no me vio o se hubiera enterao de que para mí era hermosa. Se puso los pantalones con un solo gesto y sumió la barriga mientras se lo abotonaba. Hasta luego, dijo.
Sí, le contestó.
Después que se fue prendió la radio y se puso a golpear la pera de boxeo. Dejé de fingir que estaba dormido; me senté y lo observé.
¿Qué pasó? ¿Discutieron?
No, dijo.
Entonces, ¿por qué se fue?
Se sentó en mi cama. Tenía el pecho sudoroso. Se tuvo que ir, es todo.
Pero ¿dónde va a vivir?
No sé. Me tocó la cara tiernamente. ¿Por qué te metes en lo que no te importa?
A la semana ya tenía otra novia. Una cocoa-panyol de Trinidad, con un acento inglés falso. Así es como éramos todos entonces. Nadie quería ser negro. Pa-ra na-da.


Pasaron más o menos dos años. Mi hermano ya se había muerto y parecía que yo iba derechito al manicomio. Casi no iba a la escuela, no tenía amigos y me pasaba la vida en casa mirando Univisión, o me iba al vertedero a fumarme la mota de debería haber estado vendiendo hasta volverme ciego. A Nilda tampoco le fue muy bien. Pero muchas de las cosas que le pasaron no tenían na que ver conmigo o con mi hermano. Se enamoró un par de veces más, una vez se enchuló por completo con un moreno camionero que se la llevó para Manalapan y la abandonó al final del verano. Tuve que ir a buscarla. La casa donde se estaba quedando era una cajita con un césped del tamaño de un sello postal y cero encanto. Ella se estaba comportando como si fuera una jevita italiana y en el carro me ofreció un pase, pero le tomé la mano y le dije que ya, que basta. Al regreso, se empató otra vez con un grupo de comemierdas, recién llegaos al barrio desde la ciudad; ellos ya traían su propio rollo y sus melodramas y un grupito de muchachas le dieron tremenda paliza, a lo Brick City, y le tumbaron los dientes de abajo. Entraba y salía de la escuela y por un tiempo le asignaron aprendizaje en casa, pero ahí fue cuando finalmente dejó los estudios. Cuando yo estaba en tercer año, ella empezó a repartir periódicos para conseguir un poco de dinero, y como en ese entonces yo pasaba mucho tiempo en la calle, le veía de vez en cuando. Me partió el corazón. Todavía no había llegado a su punto más bajo, pero iba de camino, y cuando nos topábamos en la calle me sonreía y saludaba. Había empezado a aumentar de peso, se había cortao el pelo casi al rape, y su cara de luna mostraba pesadumbre y soledad. Siempre le decía Wassup, y cuando tenía cigarrillos se los regalaba. Fue al entierro de mi hermano, igual que un par de sus otras ex novias, y había que ver la falda que se puso, como si todavía lo quisiera convencer de algo. Le dio un beso a mi mamá pero la vieja no la reconoció. Rumbo a casa le tuve que explicar a mami quién era, pero de lo único que se acordaba de ella es que era la que olía rico. No fue hasta que mami lo comentó que me di cuenta que era cierto.
Fue solo un verano y no es que ella haya sido nadie especial, así que ¿a qué viene todo esto? Él ya no está, no está, no está. Tengo veintitrés años y estoy lavando mi ropa en el mini mal de Ernston Road. Ella está aquí conmigo, doblando su ropa y sonriéndome y mostrándome el vacío en su dentadura. Y me dice: ¿Hace mil años, no, Yunior?
Muchísimos, le dijo mientras pongo los calzoncillos y camisetas en la lavadora. Afuera no se ve una sola gaviota en el cielo, y mi mamá me está esperando en el apartamento para cenar. Seis meses atrás estábamos sentaos frente al televisor y mami dijo: Bueno, creo que ya finalmente me cansé de este lugar.
Nilda pregunta: ¿Se mudaron o qué?
Sacudo la cabeza. Na, solo he estao trabajando.
Dios, la verdad es que ha paso mucho, mucho tiempo. Dobla su ropa como una maga, todo arregladito, todo en su lugar. En el mostrador de la lavandería hay cuatro personas, unos negros que parecen estar en olla, con medias altas, gorras de crupier y cicatrices como serpientes por los brazos. Todos parecen sonámbulos al lado de ella. Sacude la cabeza, sonríe de oreja a oreja. Tu hermano, dice.
Rafa.
Me señala con el dedo como siempre lo hacía mi hermano.
De vez en cuando lo extraño.
Asiente. Yo también. Fue bueno conmigo.
Se tiene que haber dao cuenta de la incredulidad en mi expresión porque me mira fijo mientras sacude las toallas. Fue el que mejor me trató.
Nilda.
Solía dormir con mi pelo en la cara. Me decía que lo hacía sentirse a salvo.
¿Qué más hay que decir? Ella termina de doblar su ropa y le abro la puerta. La gente nos mira al salir. Caminamos por el viejo barrio, más despacio por el peso de la ropa. London Terrace ha cambiao desde que cerraron el vertedero. Subieron los alquileres y ahora una ola de asiáticos y blanquitos viven en los apartamentos, pero son nuestros carajitos los que se ven hangueando en la calle y en las terrazas.
Nilda mira el suelo como si tuviera miedo de caerse. Me palpita el corazón y pienso: Podríamos hacer cualquier cosa. Hasta nos podríamos casar. Podríamos ir a California. Podríamos comenzar de nuevo. Todo es posible, pero ninguno de los dos dice na y el momento pasa y entonces regresamos a nuestro mundo de siempre.
¿Te acuerdas del día en que nos conocimos?, me pregunta.
Asiento.
Querías jugar pelota.
Era verano, digo. Tenías puesta una camiseta con mangas.
Me obligaste a ponerme otra camisa para poder ser parte de tu equipo. ¿Te acuerdas?
Me acuerdo, digo.

Jamás volvimos a hablar. Un par de años después me fui del barrio pa la universidad y nunca más supe qué coño fue de ella.


Del libro "Así es como la pierdes", 2013, Mondadori. Traducción de Achy Obejas.

sábado, 27 de junio de 2015

NOCTURNO DE VERMONT - CÉSAR CALVO

NOCTURNO DE VERMONT - CÉSAR CALVO

Me han contado que también allá las noches
tienen ojos azules
y lavan sus cabellos en ginebra.

¿Es cierto que allá en Vermont, cuando sueñas,
el silencio es un viento de jazz sobre la hierba?

¿Y es cierto que allá en Vermont los geranios
inclinan al crepúsculo,
y en tu voz, a la hora de mi nombre,
en tu voz, las tristezas?

O tal vez, desde Vermont enjoyado de otoño,
besada tarde a tarde por un idioma pálido
sumerges en olvido la cabeza.
Porque en barcos de nieve, diariamente,
tus cartas
no me llegan.
Y como el prisionero que sostiene
con su frente lejana
las estrellas:
chamuscadas las manos, diariamente
te busco entre la niebla.

Ni el galope del mar: atrás quedaron
inmóviles sus cascos de diamante en la arena.
Pero un viento más bello
amanece en mi cuarto,
un viento más cargado de naufragios que el mar.

(Qué luna inalcanzable
desmadejan tus manos
en tanto el tiempo intemporal golpeando
como una puerta de silencio suena).

Desde el viento te escribo.
Y es cual si navegaran mis palabras
en los frascos de nácar que los sobrevivientes
encargan el vaivén de las sirenas.

A lo lejos escucho
el estrujado celofán del río
bajar por la ladera
(un silencio de jazz sobre la hierba).

Y pregunto y pregunto:

¿Es cierto que allá en Vermont
las noches tienen ojos azules
y lavan sus cabellos en ginebra?

¿Es cierto que allá en Vermont los geranios
otoñan las tristezas?

¿Es cierto que allá en Vermont es agosto
y en este mar, ausencia...?

jueves, 25 de junio de 2015

VENID A VER EL CUARTO DEL POETA - César Calvo - Poema

VENID A VER EL CUARTO DEL POETA

Desde la calle
hasta mi corazón
hay cincuenta peldaños de pobreza.
Subidlos.
A la izquierda.

Si encontráis a mi madre en el camino,
cosiendo su ternura a mi tristeza,
preguntadle
por el amado cuarto del poeta.

Si encontráis a Evelina
contemplando morir la primavera,
preguntadle
por mi alma
y también por el cuarto del poeta.

Y si encontráis llorando a la alegría
océanos y océanos de arena,
preguntadle
por todos
y llegaréis al cuarto del poeta:
una silla, una lámpara,
un tintero de sangre, otro de ausencia,
las arañas tejiendo sordos ruidos
empolvados de lágrimas ajenas,
y un papel donde el tiempo
reclina tenazmente la cabeza.

Venid a ver el cuarto del poeta.
Salid a ver el cuarto del poeta.
Desde mi corazón
hasta los otros
hay cincuenta peldaños de paciencia.
¡Voladlos, compañeros!

(si no me halláis
entonces
preguntadme
dónde estoy encendiendo las hogueras)

domingo, 21 de junio de 2015

SIN FECHA - Blanca Varela - a Kafka

SIN FECHA (Blanca Varela)

a Kafka
Suficientes razones, suficientes razones para colocar primero
un pie y luego otro.
Bajo ellos, no más grande que ellos ni más pequeña, la
inevitable sombra que se adelanta y voltea la esquina, a
tientas.
Suficientes razones, suficientes razones para desandar,
descaer, desvolar.
Suficientes razones para mirar por la ventana. Para observar
la mano que cuenta a oscuras los dedos de otra mano.
Poderosas razones para antes y después. Poderosas razones
durante.
La hoja de afeitar enmohecida es el límite.
Lasciate ogni speranza voi ch’entrate.
No se retorna de ningún lugar. Y la regla torcida lo confirma
sobre el aire totalmente recto, como un cadáver.
Y hay otras.
Palidez, sobresalto, algo de náusea.
Misterioso, obsceno chasquido del vientre que canta lo que
no sabe.
La luz a pleno cuerpo, como un portazo. Adentro y afuera.
No se sabe dónde.
Y las demás. ¿Existen?
Infinitas para la duda, evidentes para la sospecha.
Dejarse arrastrar contra la corriente, como un perro.
Aprender a caminar sobre la viga podrida.
En la punta de los pies. Sobre la propia sombra.
No más grande que ellos ni más pequeña.
Uno, dos, uno, dos, uno, dos, uno.
Uno atrás, otro adelante.
Contra la pared, boca abajo, en un rincón.
Temblando, con un lívido resplandor bajo los pies, no más
grande que ellos ni más pequeño.
Tal vez, tal vez la estancada eternidad que algún alma
inocente confunde con su propio excremento.
Malolientes razones en la boca del túnel.
Y a la salida.
A la postre tantas razones como cuellos existen.
Defenderse del incendio con un hacha. Del demonio con
un hacha, de dios con un hacha.
Del espíritu y la carne con un hacha.
No habrá testigos.
Se nos ha advertido que el cielo es mudo.
A la más se escribirá, se borrará. Será olvidado.
Y ya no existirán razones suficientes para volver a colocar
un pie y luego el otro.
No obstante, bajo ellos, no más grande que ellos ni más
pequeña, la inevitable sombra se adelantará.
Y volteará la misma esquina. A tientas.

sábado, 20 de junio de 2015

Harrison Bergeron - Kurt Vonnegut

Harrison Bergeron, Kurt VonnegutAaaa

En el año 2081 todos los hombres eran al fin iguales. No sólo iguales ante Dios y ante la ley, sino iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro; nadie era más hermoso que ningún otro; nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Directora General de Impedidos de los Estados Unidos.
Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, ya no era el mes de la primavera, y esto confundía a la gente. Y en este mismo mes, húmedo y frío, los hombres de la oficina de impedidos se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y Hazel Bergeron.
Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia perfectamente común, y por lo tanto era incapaz de pensar excepto en breves explosiones. Y George, como su inteligencia estaba por encima de lo normal, llevaba en la oreja un pequeño impedimento mental radiotelefónico, y no podía sacárselo nunca, de acuerdo con la ley. El receptor sintonizaba la onda de un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba algún ruido agudo para que las gentes como George no aprovechasen injustamente su propia inteligencia a expensas de los otros.
George y Hazel miraban la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero ella ya no recordaba por qué. En ese momento unas bailarinas terminaban su número.
Una chicharra sonó en la cabeza de George y los pensamientos que tenía en ese instante huyeron como ladrones que oyen una campana de alarma.
–Era bonita esa danza, la que acaba de terminar –dijo Hazel.
–¿Eh? –dijo George.
–Esa danza, era bonita –dijo Hazel.
–Ajá.
Trató de pensar un poco en las bailarinas. No eran realmente muy buenas, y cualquiera hubiese podido hacer lo mismo. Todas llevaban contrapesos y sacos de perdigones, y máscaras además, para que nadie se sintiese triste viendo un gesto gracioso o una cara bonita. George había empezado a pensar vagamente que quizá las bailarinas no debieran tener ningún impedimento, pero no fue muy lejos en esta dirección, pues la radio transmitió otro ruido anonadador.
George torció la cara, junto con dos de las ocho bailarinas.
Hazel vio la mueca de George, y como ella no tenía radio tuvo que preguntar qué ruido había sido ése.
–Como si golpearan con un martillo en una botella de leche –dijo George.
–Debe ser interesante oír todos esos ruidos –dijo Hazel, con un poco de envidia–. Las cosas que inventan.
–Hum –dijo George.
–Pero si yo fuera Directora General de Impedidos, ¿sabes qué haría? –preguntó Hazel. Hazel en realidad era muy parecida a la Directora de Impedidos, una mujer llamada Diana Moon Glampers.


Si yo fuese Diana Moon Glampers –dijo Hazel– usaría campanas los domingos. Sólo campanas. Una especie de homenaje a la religión.
–Yo podría pensar, si fuesen sólo campanas –dijo George.
–Bueno, quizá habría que hacerlas sonar realmente fuerte –dijo Hazel–. Creo que yo sería una buena Directora de Impedidos.
–Tan buena como cualquiera –dijo George.
–¿Quién mejor que yo puede saber lo que es ser normal? –dijo Hazel.
–Nadie –dijo George.
Empezó a pensar oscuramente en Harrison, su hijo anormal, que ahora estaba en la cárcel, pero una salva de veintiún cañonazos le sacudió la cabeza.
–¡Caramba! –dijo Hazel–. Eso fue realmente ensordecedor, ¿no es cierto?
Había sido tan ensordecedor que George estaba pálido y tembloroso, y las lágrimas le asomaban a los ojos enrojecidos. Dos de las ocho bailarinas habían caído al piso del estudio y se apretaban las sienes.
–De pronto pareces tan cansado –dijo Hazel–. ¿Por qué no te acuestas en el sofá y apoyas tu impedimento de plomo en los almohadones, mi querido? –Hazel hablaba de los veinte kilos de perdigones que George llevaba al cuello, en un saco de tela–. Sí, apoya ese peso. No me importa que no seas igual a mí durante un rato.
George sopesó el saco con las manos.
–No tiene ninguna importancia –dijo–. Ya no lo noto. Es parte de mí mismo.
–Estás tan cansado en este último tiempo, hasta agotado diría yo –continuó Hazel–. Si hubiese algún modo de abrir un agujero en el fondo del saco y sacar unas bolas de plomo... Sólo unas pocas.
–Dos años de prisión y una multa de mil dólares por cada perdigón de menos ―dijo George–. No me parece un buen negocio.
–Si pudieras sacar unos pocos cuando llegas del trabajo –dijo Hazel–. Quiero decir que no compites con nadie aquí. No haces nada.
–Si tratara de librarme de este peso –dijo George–otra gente tendría derecho a hacer lo mismo, y muy pronto estaríamos de nuevo en la época del oscurantismo, cuando todos rivalizaban con todos. ¿No te gustaría, no es verdad?
–Me sentiría horrorizada.
–Precisamente –dijo George–. Si la gente no cumpliera las leyes, ¿qué sería de la sociedad?
Si Hazel no hubiese podido responder a esta pregunta, George no hubiera podido ayudarla, pues en ese instante una sirena le traspasó el cerebro.
–Se haría pedazos.
–¿Qué cosa? –dijo George desconcertado.
–La sociedad –dijo Hazel, insegura–. ¿No hablabas de eso?
–¿Quién puede saberlo? –dijo George.
Un boletín de noticias interrumpió de pronto el programa de televisión. No se pudo saber muy bien en un principio qué noticia era, pues el anunciador, como todos los anunciadores, tenía un serio impedimento en la lengua. Durante medio minuto, y muy excitado, el hombre trató de decir:
–Señoras y señores...
Al fin se dio por vencido y le pasó el boletín a una bailarina.
–Muy bien –dijo Hazel–. Hizo lo que pudo. Hizo lo que pudo con lo que Dios le dio. Debieran aumentarle el sueldo por haberse esforzado tanto.
–Señoras y señores –dijo la bailarina leyendo el boletín.
Debía ser una muchacha extraordinariamente hermosa, pues la máscara que llevaba era horrible.
Y era fácil advertir también que tenía más fuerza y más gracia que ninguna de las otras bailarinas. El saco de impedimento que le colgaba del cuello era tan grande como el de un hombre de cien kilos.
Y la bailarina tuvo que pedir perdón en seguida por su voz. Era verdaderamente injusto que una mujer usara una voz así: cálida, luminosa, una melodía que no era de este mundo.
–Perdón –dijo la muchacha y empezó a hablar otra vez con una voz absolutamente incompetente–. Harrison Bergeron –graznó–, de catorce años, acaba de escaparse de la cárcel. Se lo acusaba de intentar derribar al gobierno. Es un genio y un atleta, favorecido por el impedimento, y extremadamente peligroso.
Una foto de Harrison tomada por la policía apareció en la pantalla: cabeza abajo, de costado, cabeza abajo otra vez, y derecha al fin. La fotografía mostraba a Harrison de pie sobre un fondo dividido en metros y centímetros. Medía exactamente dos metros diez.
Por lo demás, Harrison parecía un montón de fierros. Nadie había llevado nunca impedimentos más pesados. Había crecido superando todos los impedimentos tan rápidamente que la Dirección de Impedidos no había tenido tiempo de imaginar otros. En vez de un pequeño receptor de radio en la oreja, como impedimento mental, llevaba un par de tremendos auriculares, y además unos anteojos de vidrios gruesos y ondulados. Estos anteojos habían sido concebidos no sólo para que no viera casi nada, sino también para provocarle terribles dolores de cabeza.
Los pesos metálicos le colgaban de todo el cuerpo. Comúnmente había una cierta simetría, una disposición verdaderamente militar en los impedimentos inventados para los individuos demasiado fuertes, pero Harrison parecía un montón de chatarra ambulante. En la carrera de la vida, Harrison arrastraba más de ciento cincuenta kilos.
Y para afearlo, los hombres de los impedimentos lo obligaban a usar continuamente una pelota roja en la nariz, a afeitarse las cejas y a cubrirse los dientes blancos y regulares con pedazos de película negra.
–Si ven a este muchacho –dijo la bailarina– no intenten, repito, no intenten discutir con él.
Se oyó el estruendo de una puerta arrancada de sus goznes.
Del estudio de televisión llegaron gritos y aullidos de consternación. El retrato de Harrison Bergeron saltó una y otra vez en la pantalla como sacudido por un terremoto.
George Bergeron identificó en seguida el origen del sismo. No le fue difícil, pues su propia casa había sido sacudida del mismo modo, muchas veces.
–¡Dios mío! –dijo–. ¡Tiene que ser Harrison!
En ese mismo momento el ruido de un choque de automóviles le barrió la idea de la cabeza.
Cuando George pudo abrir los ojos otra vez, la fotografía de Harrison había desaparecido y Harrison mismo llenaba ahora la pantalla.
Estaba de pie en medio del estudio, balanceando la cabeza de payaso, y los fierros que le colgaban del enorme cuerpo se sacudían y tintineaban. Tenía aún en la mano el pestillo de la puerta que acababa de arrancar. Las bailarinas, los técnicos, los músicos y los anunciadores habían caído de rodillas ante él, sintiendo que les había llegado la hora y que pronto serían masacrados.
–¡Soy el emperador! –gritó Harrison–. ¿Me oyen todos? ¡Soy el emperador! ¡Todos deben obedecerme en seguida!
Golpeó el piso con el pie y el estudio tembló.
–Aun tullido, encorvado, impedido como ustedes me ven aquí –rugió–, ¡soy el más grande de todos los gobernantes de todos los tiempos! Y ahora miren en lo que puedo convertirme.
Harrison se arrancó las correas que sostenían el metal como si fueran de papel de seda, esas correas garantizadas para sostener dos mil quinientos kilos.
Los pedazos de chatarra que habían sido los impedimentos de Harrison se aplastaron contra el suelo.
Harrison pasó los pulgares bajo la barra que sostenía las guarniciones de la cabeza, y la barra se quebró como una brizna de paja. Aplastó los lentes y los audífonos contra la pared, y se arrancó la nariz de goma descubriendo el rostro de un hombre que hubiera estremecido a Thor, el dios de trueno.
–¡Ahora elegiré a mi emperatriz! –dijo Harrison mirando el grupo arrodillado a sus pies–. Que la primera mujer que se atreva a levantarse reclame a su esposo y su trono.
Pasó un momento y al fin una bailarina se puso de pie, balanceándose como un sauce.
Harrison sacó el impedimento mental de la oreja de la bailarina y luego los impedimentos físicos con asombrosa delicadeza. En seguida le quitó la máscara.
La bailarina era de una cegadora belleza.
–Bien –dijo Harrison tomándole la mano–. Ahora le mostraremos a la gente lo que significa la palabra «danza». ¡Música!
Los músicos se treparon a sus sillas, y Harrison les quitó también los impedimentos.
–Toquen como mejor puedan –les dijo– y les haré barones y duques y condes.
La música comenzó. Era normal al principio: barata, tonta, falsa. Pero Harrison alzó a dos músicos de sus sillas y los movió en el aire como batutas, mientras cantaba la música. Luego los dejó caer otra vez en los asientos.
La música comenzó de nuevo, mucho mejor que antes.
Harrison y su emperatriz se quedaron un rato escuchando, gravemente, como esperando a que los latidos de sus propios corazones concordaran con la música.
Luego se alzaron en puntas de pie, y Harrison tomó entre sus manazas el talle de la bailarina, haciéndole sentir esa ligereza que pronto sería la ligereza de ella.
Y al fin, en una explosión de alegría y gracia, saltaron en el aire.
No sólo abandonaron entonces las leyes de la Tierra sino también las leyes de la gravedad y las leyes del movimiento.
Giraron, remolinearon, brincaron, cabriolaron, caracolearon y revolotearon.
Saltaron como ciervos en la Luna.
Cada nuevo salto acercaba más a los bailarines al cielo raso, que estaba a diez metros de altura.
Pronto fue evidente que pretendían tocar el cielo raso.
Lo tocaron.
Y luego neutralizando la gravedad con el amor y el deseo se quedaron suspendidos en el aire a unos pocos centímetros por debajo del cielo raso y allí se besaron mucho tiempo.
En ese instante Diana Moon Glampers, la Directora de Impedidos, entró en el estudio con una escopeta de doble cañón. Disparó, dos veces, y el emperador y la emperatriz murieron antes de llegar al suelo.
Diana Moon Glampers cargó otra vez la escopeta. Apuntó a los músicos y les dijo que tenían diez segundos para ponerse otra vez los impedimentos.
En ese mismo momento el tubo del aparato de TV de los Bergeron osciló y se apagó.
Hazel se volvió hacia George para comentarle el desperfecto, pero George había ido a la cocina en busca de una lata de cerveza.
George volvió con la cerveza, deteniéndose un instante cuando una señal de impedimento lo sacudió de pies a cabeza. Luego se sentó otra vez.
–¿Has estado llorando? –le preguntó a Hazel mirando como ella se enjugaba las lágrimas.
–Sí –dijo Hazel.
–¿Por qué? –dijo George.
–Me olvidé. Hubo algo realmente triste en la televisión.
–¿Qué era? –preguntó George.
–No lo sé, tengo la cabeza confundida –dijo Hazel.
–Hay que olvidar las cosas tristes.
–Es lo que hago siempre –dijo Hazel.
–Magnífico –dijo George.
Torció la cara. Un cañón le retumbó en la cabeza.
–Caramba. Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor –dijo Hazel.
–Así es realmente, puedes repetir esa verdad.
–Caramba –dijo Hazel–. Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor.



Traducción de G. Lemos

miércoles, 17 de junio de 2015

ABRAHAM VALDELOMAR - TRISTITIA

ABRAHAM VALDELOMAR - TRISTITIA

Mi infancia, que fue dulce, serena, triste y sola,
se deslizó en la paz de una aldea lejana,
entre el manso rumor con que muere una ola
y el tañer doloroso de una vieja campana.

Dábame el mar la nota de su melancolía;
el cielo, la serena quietud de su belleza;
los besos de mi madre, una dulce alegría,
y la muerte del sol, una vaga tristeza.

En la mañana azul, al despertar, sentía
el canto de las olas como una melodía
y luego el soplo denso, perfumado, del mar,

y lo que él me dijera, aún en mi alma persiste;
mi padre era callado y mi madre era triste
y la alegría nadie me la supo enseñar.

lunes, 15 de junio de 2015

Me viene, hay días, una gana ubérrima, política, de querer, de besar al cariño en sus dos rostros - César Vallejo

Me viene, hay días, una gana ubérrima, política,
de querer, de besar al cariño en sus dos rostros,
y me viene de lejos un querer
demostrativo, otro querer amar, de grado o fuerza,
al que me odia, al que rasga su papel, al muchachito,
a la que llora por el que lloraba,
al rey del vino, al esclavo del agua,
al que ocultóse en su ira,
al que suda, al que pasa, al que sacude su persona en mi alma.
Y quiero, por lo tanto, acomodarle
al que me habla, su trenza; sus cabellos, al soldado;
su luz, al grande; su grandeza, al chico.
Quiero planchar directamente
un pañuelo al que no puede llorar
y, cuando estoy triste o me duele la dicha,
remendar a los niños y a los genios.

Quiero ayudar al bueno a ser su poquillo de malo
y me urge estar sentado
a la diestra del zurdo, y responder al mudo,
tratando de serle útil en
lo que puedo y también quiero muchísimo
lavarle al cojo el pie,
y ayudarle a dormir al tuerto próximo.

¡Ah querer, éste, el mío, éste, el mundial,
interhumano y parroquial, provecto!
Me viene a pelo,
desde el cimiento, desde la ingle pública,
y, viniendo de lejos, da ganas de besarle
la bufanda al cantor,
y al que sufre, besarle en su sartén,
al sordo, en su rumor craneano, impávido;
al que me da lo que olvidé en mi seno,
en su Dante, en su Chaplin, en sus hombros.

Quiero, para terminar,
cuando estoy al borde célebre de la violencia
o lleno de pecho el corazón, querría
ayudar a reír al que sonríe,
ponerle un pajarillo al malvado en plena nuca,
cuidar a los enfermos enfadándolos,
comprarle al vendedor,
ayudarle a matar al matador -cosa terrible-
y quisiera yo ser bueno conmigo
en todo.


Poemas humanos (1939)

sábado, 13 de junio de 2015

VISITA A PICASSO (O ACERCA DEL FIN DEL ARTE) - Giovanni Papini

VISITA A PICASSO (O ACERCA DEL FIN DEL ARTE)

Antibes, 19 de febrero.

Hace muchos años había comprado en París seis cuadros de Picasso, no porque me gustaran, sino porque estaba de moda y podía utilizarlos para hacer regalos a las señoras que me invitaban a comer. Pero ahora, hallándome solo en la Cóte d'Azur y no sabiendo cómo pasar los días, me vino el deseo de ver personalmente al autor de aquellas pinturas.
Vive cerca de aquí, en una villa marítima, en compañía de su esposa, mujer muy joven y florida; Picasso según creo tiene sesenta y cinco o sesenta y seis años de edad, pero conforme a su buena sangre española es hombre fuerte y bien formado, tiene un hermoso color y goza de buen humor.
Al principio conversamos acerca de algunos conocidos comunes, pero muy pronto el tema se circunscribió a la pintura. Pablo Picasso es no sólo un artista feliz, sino también un hombre inteligente, que no tiene miedo de sonreírse, a su debido tiempo y lugar, de las teorías de sus admiradores.
- Usted no es ni crítico ni esteta, me dijo, y por lo tanto puedo hablar con usted libremente. Cuando era joven tuve como todos los jóvenes la religión del arte, del gran arte. Pero más adelante, a medida que pasaron los años, me di cuenta de que el arte, tal cual fue entendido hasta el siglo XIX inclusive, ya está concluido, moribundo, condenado, y que la llamada «actividad artística», con la misma abundancia que ostenta, no es más que la multiforme manifestación de su agonía. A pesar de las apariencias en contrario los hombres pierden más y más el afecto hacia las pinturas, las esculturas y la poesía. Los seres humanos de ahora han puesto su corazón en cosas completamente diversas: máquinas, descubrimientos científicos, riquezas, dominio de las fuerzas naturales y de las extensiones de la tierra. Ya no sienten el arte como una necesidad vital, espiritual, como sucedía en los siglos pasados. Muchos de ellos continúan actuando como artistas y ocupándose del arte, pero lo hacen por razones que poco tienen que ver con el verdadero arte, lo hacen por espíritu de imitación, por la nostalgia de la tradición, por la fuerza de la inercia, por amor a la ostentación, al lujo, a la curiosidad intelectual, por seguir la moda o por cálculo. Por hábito o por «esnobismo» viven todavía en un pasado reciente, pero la inmensa mayoría, tanto de la clase elevada como de la inferior, no siente una sincera y cálida pasión por el arte, al que considera, a lo más, como una expansión, una diversión o un ornato. Poco a poco, a medida que las nuevas generaciones se enamoren de la mecánica y de los deportes, se vuelvan más sinceras, mas cínicas y más brutales, dejarán el arte en los museos y bibliotecas, como restos inútiles e incomprensibles del pasado.
» ¿Qué puede hacer un artista que, como me ha sucedido a mí, ve con claridad ese próximo fin? Sería un partido demasiado duro cambiar de ocupación, y además, peligroso desde el punto de vista alimenticio. Para él no quedan más que dos caminos: procurar divertirse y procurar ganar dinero.
»Desde el momento en que el arte no es más el alimento que nutre a los mejores, el artista está en libertad para desahogarse según su talento en todas las tentativas de fórmulas nuevas, en todos los caprichos de la fantasía, en todos los expedientes del charlatanismo intelectual. El pueblo ya no busca en el arte consuelo y exaltación, pero los refinados, los ricos, los ociosos, los alambicadores de quintaesencias, buscan lo nuevo, lo extraño, lo original, lo extravagante, lo escandaloso. A partir del cubismo yo he contentado a esos señores y a esos críticos con todas esas mudables singularidades que me han venido a la cabeza, y cuanto menos las comprendían más las admiraban. A fuerza de sobrepasarme en esos juegos, con esas cosas funambulescas, con los rompecabezas, arabescos y demás cosas, llegué a ser célebre bastante rápidamente. Para un pintor, la celebridad significa ventas, ganancias, fortuna, riqueza. Ahora, como ya lo sabe usted, soy, célebre y soy rico. Más, cuando estoy a solas conmigo mismo no tengo valor para considerarme un artista en el sentido grande y antiguo de la palabra. Verdaderos pintores fueron Giotto y Ticiano, Rembrandt y Goya; yo no soy más que un amuseur public, que ha comprendido su tiempo y ha aprovechado lo mejor que ha sabido hacerlo la imbecilidad, la vanidad y la ambición de sus contemporáneos. Esta que le hago es una amarga confesión, más dolorosa de lo que le pueda parecer, pero tiene el mérito de ser sincera.
»Et aprés ça - concluyó por decir Picasso -, allons boire».
La conversación no terminó ahí, pero no tengo la paciencia necesaria para consignar las otras desprejuiciadas paradojas que brotaron de los labios del viejo pintor catalán.


viernes, 12 de junio de 2015

MUERTE DE MI MADRE - Oscar Hahn

MUERTE DE MI MADRE


El Papa ha muerto
y todos los televisores del mundo
están mostrando la noticia
Ahora vemos el traslado del cuerpo
a través de los aposentos del Vaticano
Yo sé que a usted
le habría gustado ver todo esto mamá
y que se habría emocionado
y que habría seguido la transmisión
desde su cama

Y los restos del Papa
fueron trasladados desde la capilla
hasta la catedral de San Pedro
Pero a usted
tuvimos que bajarla hasta el sótano del edificio
en una silla de ruedas
porque el ataúd no cabía en el ascensor

En estos momentos
los 1.000 millones de católicos
que hay en el mundo
expresan su dolor por la muerte del Papa
pero la suma de todo ese dolor
no puede compararse
con el dolor que sintieron sus hijos
cuando la levantaron de la silla de ruedas
y la pusieron en el ataúd

El hecho de que me esté dirigiendo a usted
aunque no pueda responderme
me dice que usted no está muerta
que está en alguna parte del universo
escuchándome
porque existir no puede ser algo tan pobre
como vivir metido adentro de un cuerpo
que se hace escombros que se hace cenizas

Recuerdo que cuando era niño
y tenía pesadillas con el diablo
corría a meterme en su cama
y ahora a veces tengo mucho miedo mamá
y no quiero tener más miedo
quiero que todo el universo sea como una gran cama
en la que pueda meterme cuando tenga miedo
y usted esté a mi lado aunque no pueda verla


[Extraído de Poemas de la era nuclear, de Óscar Hahn]

jueves, 11 de junio de 2015

La canción del pirata - José de Espronceda - Poema

La canción del pirata - José de Espronceda

Con diez cañones por banda,
viento en popa a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín;

bajel pirata que llaman,
por su bravura, el Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.

La luna en el mar riela,
en la lona gime el viento
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;

y va el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Estambul;

—Navega velero mío,
sin temor,
que ni enemigo navío,
ni tormenta, ni bonanza,
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.

miércoles, 10 de junio de 2015

Tú me quieres blanca - Alfonsina Storni - Poema

Tú me quieres blanca - Alfonsina Storni


Tú me quieres alba,
Me quieres de espumas,
Me quieres de nácar.
Que sea azucena
Sobre todas, casta.
De perfume tenue.
Corola cerrada

Ni un rayo de luna
Filtrado me haya.
Ni una margarita
Se diga mi hermana.
Tú me quieres nívea,
Tú me quieres blanca,
Tú me quieres alba.

Tú que hubiste todas
Las copas a mano,
De frutos y mieles
Los labios morados.
Tú que en el banquete
Cubierto de pámpanos
Dejaste las carnes
Festejando a Baco.
Tú que en los jardines
Negros del Engaño
Vestido de rojo
Corriste al Estrago.

Tú que el esqueleto
Conservas intacto
No sé todavía
Por cuáles milagros,
Me pretendes blanca
(Dios te lo perdone),
Me pretendes casta
(Dios te lo perdone),
¡Me pretendes alba!

Huye hacia los bosques,
Vete a la montaña;
Límpiate la boca;
Vive en las cabañas;
Toca con las manos
La tierra mojada;
Alimenta el cuerpo
Con raíz amarga;
Bebe de las rocas;
Duerme sobre escarcha;
Renueva tejidos
Con salitre y agua;
Habla con los pájaros
Y lévate al alba.
Y cuando las carnes
Te sean tornadas,
Y cuando hayas puesto
En ellas el alma
Que por las alcobas
Se quedó enredada,
Entonces, buen hombre,
Preténdeme blanca,
Preténdeme nívea,
Preténdeme casta.

martes, 9 de junio de 2015

Este amoroso tormento - Sor Juana Inés de la Cruz - Si acaso me contradigo en este confuso error, aquel que tuviese amor entenderá lo que digo.

Este amoroso tormento
que en mi corazón se ve,
sé que lo siento, y no sé
la causa por que lo siento.

Siento una grave agonía
por lograr un devaneo
que empieza como deseo
y para en melancolía.

Y cuando con más terneza
mi infeliz estado lloro,
sé que estoy triste e ignoro
la causa de mi tristeza.

Siento un anhelo tirano
por la ocasión a que aspiro
y cuando cerca la miro
yo misma aparto la mano.

Porque si acaso se ofrece
después de tanto desvelo,
la desazona el recelo
o el susto la desvanece.

Y si alguna vez sin susto
consigo tal posesión,
cualquiera leve ocasión
me malogra todo el gusto.

Siento mal del mismo bien
con receloso temor,
y me obliga el mismo amor
tal vez a mostrar desdén.

Cualquier leve ocasión labra
en mi pecho de manera
que el que imposibles venciera
se irrita de una palabra.

Con poca causa ofendida
suelo en mitad de mi amor
negar un leve favor
a quien le diera la vida.

Ya sufrida, ya irritada,
con contrarias penas lucho,
que por él sufriré mucho
y con él sufriré nada.

No sé en qué lógica cabe
el que tal cuestión se pruebe,
que por él lo grave es leve
y con él lo leve es grave.

Sin bastantes fundamentos
forman mis tristes cuidados,
de conceptos engañados,
un monte de sentimientos.

Y en aquel fiero conjunto
hallo, cuando se derriba,
que aquella máquina altiva
sólo estribaba en un punto.

Tal vez el dolor me engaña,
y presumo sin razón
que no habrá satisfacción
que pueda templar mi saña.

Y cuando a averiguar llego
el agravio por que riño,
es como espanto de niño
que para en burlas y juego.

Y aunque el desengaño toco,
con la misma pena lucho
de ver que padezco mucho
padeciendo por tan poco.

A vengarse se abalanza
tal vez el alma ofendida
y después arrepentida
toma de mí otra venganza.

Y si al desdén satisfago
es con tan ambiguo error
que yo pienso que es rigor
y se remata en halago.

Hasta el labio desatento
suele equívoco tal vez,
por usar de la altivez,
encontrar el rendimiento.

Cuando por soñada culpa
con más enojo me incito,
yo le acrimino el delito
y le busco la disculpa.

No huyo el mal ni busco el bien,
porque en mi confuso error
ni me asegura el amor
ni me despecha el desdén.

En mi ciego devaneo,
bien hallada con mi engaño,
solicito el desengaño
y no encontrarlo deseo.

Si alguno mis quejas oye,
más a decirlas me obliga,
porque me las contradiga,
que no porque las apoye.

Porque si con la pasión
algo contra mi amor digo,
es mi mayor enemigo
quien me concede razón.

Y si acaso en mi provecho
hallo la razón propicia,
me embaraza la injusticia
y ando cediendo el derecho.

Nunca hallo gusto cumplido,
porque entre alivio y dolor
hallo culpa en el amor
y disculpa en el olvido.

Esto de mi pena dura
es algo del dolor fiero
y mucho más no refiero
porque pasa de locura.

Si acaso me contradigo
en este confuso error,
aquel que tuviese amor
entenderá lo que digo.

lunes, 8 de junio de 2015

El crimen fue en Granada - Antonio Machado - Poema

El crimen fue en Granada


A Federico García Lorca

I

EL CRIMEN

Se le vio, caminando entre fusiles
por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas, de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle a la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico
—sangre en la frente y plomo en las entrañas—.
... Que fue en Granada el crimen
sabed —¡pobre Granada!—, ¡en su Granada!...


II

EL POETA Y LA MUERTE

Se le vio caminar solo con Ella,
sin miedo a su guadaña.
—Ya el sol en torre y torre; los martillos
en yunque, yunque y yunque de las fraguas—.
Hablaba Federico,
requebrando a la Muerte. Ella escuchaba.
«Porque ayer en mi verso, compañera,
sonaba el eco de tus secas palmas,
y diste el hielo a mi cantar, y el filo
a mi tragedia de tu hoz de plata,
te cantaré la carne que no tienes,
los ojos que te faltan,
tus cabellos que el viento sacudía,
los rojos labios donde te besaban...
Hoy como ayer, gitana, muerte mía,
qué bien contigo a solas,
por estos aires de Granada, ¡mi Granada!»


III

Se les vio caminar...
Labrad, amigos,
de piedra y sueño, en el Alhambra,
un túmulo al poeta,
sobre una fuente donde llore el agua,
y eternamente diga:
el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!



Ayuda. Semanario de la solidaridad, n.º 22, 17 de octubre de 1936, p. 3. Luego en Antonio Machado, La guerra (1936-1937), Madrid, Espasa-Calpe, 1937, pp. 25-29.

domingo, 7 de junio de 2015

viernes, 5 de junio de 2015

Exacta dimensión - Juan Gonzalo Rose - Me gustas porque tienes el color de los patios

Exacta dimensión - Juan Gonzalo Rose


Me gustas porque tienes el color de los patios
de las casas tranquilas...

y más precisamente:
me gustas porque tienes el color de los patios
de las casas tranquilas
cuando llega el verano...

y más precisamente:
me gustas porque tienes el color de los patios
de las casas tranquilas en las tardes de enero
cuando llega el verano...

y más precisamente:
me gustas porque te amo.

jueves, 4 de junio de 2015

Alta Traición - José Emilio Pacheco - Poema

Alta Traición de José Emilio Pacheco


No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.

martes, 2 de junio de 2015

AUNQUE TU NO LO SEPAS - Luis Garcia Montero - Quique González

Como la luz de un sueño,
que no raya en el mundo pero existe,
así he vivido yo
iluminando
esa parte de ti que no conoces,
la vida que has llevado junto a mis pensamientos...


Y aunque tú no lo sepas, yo te he visto
cruzar la puerta sin decir que no,
pedirme un cenicero, curiosear los libros,
responder al deseo de mis labios
con tus labios de whisky,
seguir mis pasos hasta el dormitorio.

También hemos hablado
en la cama, sin prisa, muchas tardes
esta cama de amor que no conoces,
la misma que se queda
fría cuanto te marchas.


Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.


Espiada a la sombra de tu horario
o en la noche de un bar por mi sorpresa.
Así he vivido yo,
como la luz del sueño
que no recuerdas cuando te despiertas.



Este poema se inspiró a Quique González para escribir una canción con el mismo título que cantó Enrique Urquijo.


lunes, 1 de junio de 2015

Piedra negra sobre una piedra blanca - César Vallejo - Poema

Piedra negra sobre una piedra blanca - César Vallejo

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.

César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos...