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sábado, 4 de abril de 2015

Ave Atque Vale: en Memoria de Charles Baudelaire - Algernon Charles Swinburne (El amor no puede equivocarse entregándose a un placer sin aguijón, colmillo o espuma)

Ave Atque Vale - Algernon Charles Swinburne

¿Debo derramar una rosa, un quejido o un laurel,
oh hermano mío, sobre éste que fue tu velo?
Quizá deseas una flor apacible modelada por el mar
o una filipéndula, germinando lentamente,
de aquellas que las Dríadas, dormidas en verano, solían tejer
antes de ser despertadas por la suave y repentina nieve de la víspera.

Tal vez tu destino sea otro: marchitarte en el baldío
regazo de la tierra, entre pálidos capullos, sacudido por
el eterno calor de amargos veranos, lejos de las dulces
espigas que bordean la costa de un pueblo sin nombre.


Orgulloso y sombrío
palpitabas en el abismo profundo del cielo;
tus oídos atentos estuvieron al lamento del vagabundo,
al sollozo del mar en agrestes promontorios,
al estéril beso de las olas,
al rumor incierto de la tumba de Leucadia,
con sus hondos cantos.
Ah, el beso yerto y salado del mar,
el triste clamor de los vientos oceánicos sacudiendo los golfos,
acosándonos y derribándonos,
como ciegos dioses que ignoran la misericordia.

Fuiste tú, hermano mío, con tus antiguas visiones,
quien adivinó secretos y dolores vedados al hombre,
amores salvajes, frutos prohibidos y venenosos,
desnudos ante tu ojo escrutador
que se abría en medio del aire viciado de la noche.
Toscas cosechas en tiempos de lascivia:
pecado sin forma, placer sin palabra.
Turbulentos presagios se agolpaban en tus sueños
y hacían cerrar los afligidos ojos de tu espíritu.
En cada rostro viste la sombra
de aquellos que sólo siembran y cosechan hombres.

Oh corazón insomne, Oh alma fatídica incapaz de conciliar el sueño;
el silencio es tu regocijo, indiferente ante el altar de la vida,
¡has dejado a un lado el amor, la serenidad, el espíritu de lucha!
Ahora los dioses, hambrientos de muerte,
alma y cuerpo nos arrebatan, la primavera, nuestras melodías.
El amor no puede equivocarse
entregándose a un placer sin aguijón, colmillo o espuma,
allí donde hay labios que nunca se abrirán.
El alma se escurre del cuerpo
y la carne se arranca de los huesos, sin congojas,
como el rocío cuando cae desde las campánulas.

Es suficiente: el principio y el fin
son para ti una y la misma cosa, para ti que estás más allá de cualquier límite.
Oh mano separada del amigo incondicional,
sin frutos que recoger o victorias por alcanzar.
Lejos del triunfo, de los diarios afanes y de las codicias
sólo hojas muertas y un poco de polvo.
Oh, quietos ojos cuya luz nada nos dice,
los días se acallan; no así el insondable abismo de tu noche,
cuando tu mirada se desliza entre lóbregos silencios.
Pensamientos y palabras se desmoronan de tu alma;
dormir, dormir para ver la luz.

Ahora todas las horas y amores extraños han terminado;
sólo sueños y deseos, canciones y placeres umbríos.
Quizá has encontrado tu lugar
entre las piernas de la mujer de un Titán, pálida amante,
reclamando de ti hondas visiones
bajo la sombra de su cabeza, de sus prodigiosos pechos,
de sus poderosos miembros que inclinados te adormecen,
con todo el peso de sus cabellos
cuyo aroma evoca el sabor y la sombra de antiguos bosques de pino
donde aún gime el viento tras haber sorteado húmedas colinas.

¿Has encontrado alguna similitud para tus visiones?
Oh jardinero de extrañas flores: ¿cuáles brotes, cuáles
capullos has encontrado sembrados en la penumbra?
¿Existen acaso desesperanzas y júbilos? ¿No es todo
una cruel humorada? ¿Qué clase de vida es ésta, con salud o enfermedad?
¿Son las frutas grises como el polvo o brillantes como la sangre?
¿Crece alguna semilla para nosotros en aquella landa sombría?
¿Hay raíces que germinen en sus débiles campiñas,
allí, en las tierras bajas donde el sol y la luna se enmudecen? ¿Hay flores o frutos?

Ah, mi volátil canción se desvanece
ante ti, el mayor de los poetas, esquivo y arcano,
tú, veloz como ninguno.
Presiento oscuras burlas en la risa misteriosa
de los guardianes de la muerte, ciegos y sin lengua,
cubriendo con un velo la cabeza de Proserpina.
Pasajera y débil es mi visión: vanas lágrimas
que caen desde ojos acongojados,
que resbalan por pálidas bocas llenas de estertores.
Son éstas las cosas que atribulaban tu espíritu cuando las veías emerger.

Demasiado lejos te encuentras ahora; ni siquiera el vuelo de las palabras puede alcanzarte;
lejos, muy lejos del pensamiento o de la oración.
¿Qué nos incomoda de ti, que sólo eres viento y aire?
¿Por qué despertamos al vacío desgarrados de temor?
Fantasías, deseos,
o sueños hambrientos de muerte, como ráfagas que propagan el fuego.
Nuestros sueños persiguen nuestra muerte y no la encuentran.
Aun así, por rápida que ésta sea, un tenue ardor se desvanece de nosotros,
mortecina luz que cae desde cielos remotos
cuando el oído está sordo
y la mirada se nubla.

Nunca más serás aquello que fuiste; ajeno al tiempo
te alejas; por eso ahora intento apresar tan sólo
un destello del triste sonido tu alma,
la sombra de tu espíritu fugaz, este pergamino cerrado
en el que pongo mi mano sin dejar que la muerte separe
mi espíritu de la comunión con tus versos.
Estos recuerdos y estas melodías
que abruman el fúnebre y oscuro umbral de las musas;
las saludo, las toco, las abrazo y me aferro,
con mis manos prestas a ceñir,
con mis oídos atentos al vago clamor
de aquellos que marchan por la vida vestidos de luto.

Yo soy uno de ellos, avanzando
ante hogueras que arden, apilada la tierra,
ofreciendo libaciones a la muerte y sus dioses,
haciéndoles una leve reverencia en medio de la fúnebre procesión de los hombres,
sin plegarias ni alabanzas,
brindando mis ofrendas a sus taciturnas majestades,
que de miel y esencias están sembradas mis tierras
mientras mis frutos se pudren en el gélido aire.
Como Orestes, deposité en tu sepulcro
un rizo de mi cabello desgreñado.

No hay manos capaces de traicionarte,
oh rey de cabeza encogida,
pues tu pálido resplandor basta para acabar con la misma Troya.
Engaños, mentiras: sobre este polvo tuyo ninguna lágrima habrá de brotar.
Nunca hubo llanto como el tuyo: que ahora los hombres
escuchen la dulce caída de tus lágrimas eternas
en las hojas abiertas de las páginas de los santos poetas.
Ni Orestes ni Electra se conduelen de tu suerte;
pero arrodillándose desde sus urnas inmemoriales,
las más altas musas de todos los tiempos
gimen por ti y hasta el mismo Dios en su corazón te añora.

Así, aun cuando aquí entre nosotros
Dios esconda su sagrada fuerza
y apague su luz
sin manifestar su música y su poder
con el suave ardor de canciones sonoras,
quiso sin embargo tocar tus labios con vino amargo
y nutrirlos con su agrio aliento.
Seguramente de sus manos el alimento de tu alma viene.
Las llamas que atemorizaron tu espíritu con su fulgor
al mismo tiempo lo iluminaron, alimentando tu corazón hambriento
así como al nuestro lo sacia con fama.

Y ahora, en el ocaso de tu alma,
el dios de todos los soles y canciones se inclina
para unir sus laureles con tu corona de cipreses.
Es Él quien guarda tu polvo de la culpa y del olvido.
Sabiendo todo lo que fuiste y eres,
compasivo, melancólico, sagrado en cada orilla del corazón,
lamenta tu muerte como la muerte de sus hijos
y santifica con extrañas lágrimas y ajenos suspiros
tu boca sin palabras, tus ojos enlutados,
y sobre tu yerta cabeza
deposita un último trazo de luz.

Desearía sollozar junto a ti en las orillas del Leteo,
abrazar con mis lágrimas su cambiante curso,
llegar hasta la escarpada colina donde Venus levanta su santuario,
la genuina Venus, no aquella que después fue cambiada
por Citerea y Ericina, perdiendo sus labios y su rostro
la divina risa de la antigua Grecia.

Un fantasma, un dios abyecto y lascivo:
tú también te postraste a su carne,
por ella entonaste plegarias
y te apartaste hacia una tierra desconocida
mientras ardían las sombras del Infierno.

Sé que ninguna corona brotará de estas flores;
que ningún saludo atraerá la luz.
Tan sólo un espíritu enfermo en medio de la noche dulce y olorosa,
los cansados ojos del amor con sus manos y su pecho estéril.
No hay remedio para estas cosas; ya no hay nada
por alcanzar o enmendar; ni siquiera nuestras canciones, querido amigo,
despejarán el misterio de la muerte asegurando la inmortalidad.
Mas no por ello dejaré de hacer música para ti
cubriendo tu polvo con rosas, hiedras o vides silvestres.
Así al menos depositaré un cetro
en el relicario donde moran tus sueños.

Descansa en paz. Si la vida fue injusta contigo, el destino te absolverá.
Si acaso fue dulce, debes agradecer y perdonar,
pues a no mucho más puede aspirar el hombre.
Aquel mortecino jardín donde día tras día tus manos entrelazaban estériles flores,
flores urdidas en el sigilo y la sombra;
en sus verdes capullos encontraste sufrimientos y abyecciones,
en sus grises vestigios el penetrante sabor del veneno.
Tú, con el corazón lleno de esperanza,
desataste pensamientos y pasiones desde lo más profundo de tus sueños;
pero ahora has partido, atravesado por la guadaña de la muerte
que a todos habrá de alcanzarnos
cuando nuestras vidas se agoten en la fúnebre corriente de los días.
Para ti, hermano mío,
alma sumergida en el silencio.

Recoge de mi mano esta guirnalda y despídete.
Delgadas son las hojas y baldíos los inviernos.
La tierra, nuestra madre fatal, se enfría a tu alrededor;
de sus entrañas brota la tristeza
y en medio de sus pechos asoma una tumba.
Mas, de cualquier modo, conténtate, porque tus días han acabado;
Ahora descansas en paz, sin turbulencias
ni visiones ni cantos que perturben tu espíritu.
Vaya este canto para ti, querido hermano,
sol inmóvil en donde todos los vientos se aquietan,
solitaria orilla en la que todas las aguas confluyen.

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