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domingo, 23 de febrero de 2014

Ahora estamos solos

           Perdimos a los dioses en la avenida que actualmente están refaccionando, aquella que está cerca del colegio de monjas, y que sirve por las noches para dar una muestra de la urbanidad de mis vecinos, ósea de meadero público. No voy a decir que era un hermoso día de primavera y que el clima era agradable, al contrario era el mismo día de siempre en una ciudad que siempre es la misma; así que junto a Cecilia habíamos decidido salir a caminar con rumbo a nuestro parque favorito, en el centro de la ciudad. A mi me gustan mucho las caminatas, volver a recorrer las mismas calles que ya varias veces hemos transitado, darse cuenta de los cambios que han sufrido con los años y ser capaces de encontrar algunas cosas nuevas cada día. Como siempre, estaban los dioses vigilando y de cierta manera controlando cada uno de nuestros pasos. Claro, resulta un poco penoso no ser capaz de hacer nada sin la supervisión de otros, pero es muy difícil luchar contra algo que se ha convertido en una costumbre, y los dioses eran una especie de costumbre que nos habían heredado nuestros mayores, nuestra geografía.

           Al principio creíamos en su criterio para dirigir nuestras vidas, nos gustaba que estuvieran ahí, expectantes de nuestras acciones, y hasta sentíamos miedo de su falta; llegamos incluso a pelear con algunos de los nuestros cuando nos enteramos que habían hablado mal y escrito en contra de ellos, negando su autoridad (en ese tiempo eso nos parecía una indecencia); pero después la imperfección de su ministerio como monopolizadores de nuestra salvación, amén de las pocas muestras de decencia de sus ministros, ocasionó que empezáramos a hacernos algunas preguntas: ¿Eran acaso los dioses indispensables en nuestra vida? ¿Quién les había dado el poder de decidir como debíamos de comportarnos, lo que debíamos de vestir o comer?

       No recuerdo quién tomo la mano de quien primero, pero nos míranos y comprendimos que ese era el momento para acabar con todo.

           En la avenida que esta a dos cuadras del parque torcimos por una callejuela, volvimos,  nos escondimos detrás de unos arbustos sin hacer ruido, y ahí esperamos que los dioses vinieran a buscarnos. Luego de estar unos breves minutos esperando, aparecieron. Contemplaron el parque detenidamente. Me parece que uno puso la mano al frente de su cara como una viscera, para que el sol no le molestara, se veía tan chistoso que casi te gana la risa, pero mi mirada te contuvo. Yo sentí que uno me había descubierto, pero debió ser solo una suposición, porque a pesar de sentir por un breve momento su mirada, no dijo nada.

           Después de estar buscándonos por unos minutos se cansaron y se fueron, y desde ese entonces no hemos vuelto a sentir su presencia.

           Me parece extraña la facilidad con que logramos burlar a los dioses.  Cecilia dice que se debe a que yo siempre busco cosas extrañas en todo, pero creo que es algo más, tengo la sospecha de que ellos también querían librarse de nosotros hace tiempo, así que no hicieron nada para detenernos, y tomaron como pretexto este acto de ocultamiento nuestro.


           Después de ese día muchas dudas me han embargado: ¿Y que haremos ahora sin los dioses? ¿A quién pediremos perdón por nuestras faltas? Creo que deberemos aprender a comportarnos decentemente.

Giancarlos Haro.

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