El hombre que no pudo ser emperador
1
Hombre lector, quienquiera que seas, quisiera
en este momento tenerte aquí, cara a cara, y clavar mis ojos en tus ojos y
estrecharte las manos en mis manos y decirte en voz baja: «¿Crees vivir, vivir
de verdad, profundamente, enteramente? ¿Te parece tu vida tan bella y grande
como acaso la soñaste en los días ardientes de la juventud?»
Y todavía más bajo, llanamente, quisiera
preguntarte: «¿Tuviste una juventud? ¿Sentiste en ti, dentro de tus entrañas,
dentro de tu sangre, algo que fermentaba, que hervía, que se agitaba, que
temblaba, que quería salir, derramarse, inundar el mundo como un lago de
llamas? ¿Sentiste nunca, después de alguna hora de agitación, después de un
gran crepúsculo, después de los versos de un poeta, sentiste que eras tú, tú en
persona, el primer hombre, el descubridor de la vida, el descubridor del mundo?
¿Y no te pareció mísera esta vida, y no te pareció pequeño este mundo? ¿No
deseaste la muerte por amor a la vida? ¿No experimentaste la avidez de
Alejandro ante el cielo lejano?»
Esto quisiera pedirte, vil lector, hombrecillo
enflaquecido que estás leyendo páginas, escuchando los latidos de la vida ajena
porque no sabes realizar actos, porque no sabes vivir por tu cuenta. ¿No te
parece vil, cobarde, cobardísima, la acción que estás realizando? Una silla te
sostiene, ante ti hay papeles cosidos, en esos papeles hay signos negros y tú
recorres con los ojos esos signos y tu alma sonríe o gimotea, ve o entrevé, a
medida que los signos van despertando a la fuerza tus imágenes soñolientas. ¡Y
tú crees vivir, creo, leyendo libros! Saliendo fuera de ti, contemplarás con
gran desprecio el vulgo vil que no está «al corriente», que no hace psicología
y no se alimenta de literatura. Yo soy, dices para ti, un intelectual, un
refinado, un pensador, un aristócrata, un hombre superior, en suma, un miembro
de la élite. El mundo gira a mi alrededor, el mundo está hecho para mí. Y
cuando no va bien doy un puntapié al tramoyista y lo hago yo. Y así juego y me
divierto, y en mi casa sólo encontraréis fotografías de obras célebres y buenas
ediciones de autores famosos. El cuello alto y las palabras oscuras son las
insignias de mi grado: yo soy el rey del tiempo, el rey del espíritu, el rey de
la eternidad.

2
Pues bien: yo acepto, ¿ves?, tu papel. Lo
acepto sin miedo, aunque es muy triste tu papel, ¡oh bebedor de palabras que me
lees! No temo a tus palabras. Para estar obligado a contestar me he puesto a
escribir o, mejor, a gritar estas páginas. Y me pregunto aún, en alta voz:
¿crees vivir?, ¿crees vivir grandemente, profundamente, intensamente?
Contesto: no, no creo vivir. No, no creo vivir
grandemente, profundamente, enteramente. ¡Como todos, yo (soy un cobarde, un
débil, un castrado! En mi cuarto (tengo todo el mundo pintado: hombres de
cartón, mujeres de trapo, montañas de humo. He puesto todas esas cosas en orden
y algunos días de sol todo ello hace muy bonito. Y me quedo en mi cuarto. Y
aquello es todo mi mundo y toda mi vida, y cada día hago mis oraciones a los
dioses de la casa y escupo sobre la gente que pasa por la calle, bajo mis
ventanas, y que no tiene en su casa un pequeño mundo artificial tan gracioso
como el mío.
Allí dentro estoy en mi reino. ¡Si vierais qué
bonitas actitudes! Un día tengo una postura magnífica de Zeus tonante y digo a
mis muñecos: Cuidado, yo soy vuestro dios y señor, soy vuestro creador y
vuestro destructor, y puedo cambiaros de lugar o haceros pedazos. Por ejemplo,
yo te puedo poner a ti, fantoche cornudo, en el fondo de aquel cajón en lugar
de dejarte pavonear en lo alto de esa escalera, y te echaré por la ventana ¡oh
bailarina indecente que haces tantas muecas con tu cara de cartón rosado!
Otros días, en cambio, entro allí con aires de
Fausto enfadado. Cierro las ventanas para dar a la escena un aspecto
misterioso, riego con polvo gris las cosas para que parezcan más melancólicas,
me siento gravemente en el sillón, tuerzo la boca, levanto los ojos al cielo y
acabo llorando con lágrimas calientes sobre la vanidad de la sabiduría y sobre
los engaños del mundo.
Pero poco importa que yo sea clásico o
romántico: soy siempre un pobre niño que juega en su cuarto y dice para
consolarse: ¡Afuera hace demasiado frío y los caminos están llenos de lobos!
3
Yo soy —¿lo habéis adivinado?— un cerebralista.
Los cerebralistas son una raza muy curiosa: merece la pena conocerla. Te
contaré la historia del padre de todos nosotros. Una historia tan grotesca que
no he sabido olvidarla.
Un día, un hombre se ató los calzones, se
envolvió en una capa y salió de casa, hacia los países del Este, para
conquistar el mundo. Estaba lleno de grandes pensamientos. Su corazón era mayor
que el mundo. Y pensaba: Conquistaré un reino tan vasto, que los correos
encanecerán antes de llegar a sus confines para llevar mis mensajes;
conquistaré un tesoro tan grande, que un día podré llenar un lago de monedas de
oro, si quiero; gozaré blancas mujeres en camas color de mar; derribaré
terribles enemigos, en las montañas, con el fuego de mi mirada. Hoy soy un
hombre pequeño y pobre, y sólo una capa me cubre, pero mis pensamientos son
magníficos y quiero llegar a ser señor de todo lo que existe y dueño de todo lo
que vive.
Este hombre fue a una ciudad y, cuando anunció
que quería ser rey y conducir a los hombres a la guerra para hacerse un gran
reino, todos rieron a su alrededor. Entonces pensó que castigaría a aquella
ciudad cuando hubiese llegado a ser poderoso y se dirigió a otra, donde le
sucedió lo mismo. Y así anduvo por todo el mundo, y en todos los países se
reían de él y le daban dinero tomándolo por un loco mendigo.
Finalmente, un día se encontró delante de su
casa. Nada había cambiado: sólo sus sandalias estaban gastadas, su capa llena
de agujeros y sus cabellos se habían vuelto blancos. Entró en su casa y pensó:
«Nadie ha querido seguirme. No he tenido la fuerza de levantar ni un solo
ejército. No he conquistado ni siquiera un tesoro. Nunca seré, según parece,
dueño del mundo.» Entonces se puso a meditar sobre su suerte y estuvo muy
melancólico durante varios días.
Pero una mañana —era en marzo y en los prados
ya apuntaban las primeras flores amarillas— se despertó todo alegre y dijo
entre sí: Finalmente he comprendido mi destino. Yo estuve ciego al ir a
conquistar el señorío del mundo. Lo que yo creía tal no es lo verdadero, lo
real, el mundo supremo, sino el mundo de las apariencias, de los sentidos, del
engaño. Es el mundo del arado y del mercader. El mundo verdadero sólo se
descubre en el pensamiento, y yo puedo ser dueño de él cuando quiera, con tal
que lo busque en mí, en lo más profundo de mí. Y el hombre encanecido se puso,
con una lámpara encendida, a buscar al verdadero, al profundo, al perfecto
mundo. Y aquel hombre —¡recordadlo bien!— fue el padre de todos los poetas, el
padre de todos los metafísicos, el padre de todos los soñadores. El fundó la
dinastía de aquellos que, no poseyendo un pedazo del mundo real, se fabrican
cada día cien mundos pequeños de aliento, de polvo y de barro. Y tú —hombre
lector— y yo, y todos nuestros compañeros, somos los últimos descendientes del
hombre que no pudo ser emperador.
De "Lo trágico cotidiano"
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