Por Mario Vargas Llosa
El País
En el año 1944, en Dhaka, Bengala, entonces todavía parte de la India, un niño de once años vio llegar arrastrándose al jardín de su casa a un hombre malherido que pedía agua. Se llamaba Kader Mia y era un operario musulmán miserable que, pese a los desórdenes y las matanzas que ensangrentaban la ciudad, había salido a trabajar para poder alimentar a su familia. Lo lincharon en la calle fanáticos hinduistas por el único delito de ser musulmán, así como muchos musulmanes fanáticos degollaban en los barrios de Dakha a los hinduistas que encontraban en su camino. Kader Mia falleció en los brazos de aquel niño y su padre cuando éstos trataban de llevarlo a un hospital.
Amartya Sen, el niño de mi historia, nunca olvidó aquel episodio de su infancia ni las matanzas de cientos de miles de personas que ocurrieron aquellos días en la India por la guerra religiosa desatada entre hinduistas y musulmanes, que culminaría con el desmembramiento del país y el nacimiento de Paquistán, país que, años más tarde, se desmembraría a su vez por luchas despiadadas entre los propios musulmanes, por razones étnicas y regionales, a causa de las cuales nacería Bangladesh.
Desde aquel entonces, el futuro economista y filósofo, galardonado con el Premio Nobel de Economía y uno de los pensadores liberales más lúcidos de nuestro tiempo, aprendió a desconfiar de esas categorías colectivas -religión, raza, nación, lengua, etcétera- que pretenden definir de manera concluyente lo que es un individuo y a ver en esa "minimalización del ser humano", como la llama, a la corta o a la larga, una semilla de violencia y de crimen.
"¿Y el hombre dónde estaba?", dice uno de los versos del Canto general, de Neruda, que recuerdo desde la primera vez que lo leí, de adolescente. Es la pregunta que parece hacerse Amartya Sen en cada una de las páginas de su último libro, Identity and Violence. The Illusion of Destiny , recientemente publicado en una Inglaterra que he encontrado -vuelvo después de casi ocho meses- removida, desde las bombas terroristas de julio de 2005, con debates y dilemas sobre los temas del multiculturalismo y la existencia en el suelo británico de comunidades de razas, lenguas, culturas y credos diferentes.
En efecto, ¿dónde están el hombre y la mujer singulares y concretos, de carne y hueso, en esas abstracciones en que los disuelven los teorizadores, políticos y clérigos colectivistas para quienes la credencial definitiva y determinante de un individuo es su pertenencia a un colectivo? Disueltos, desaparecidos, regresados brutalmente a la condición tribal, a ser sólo piezas desechables del ente gregario, de modo que así puedan ser mejor odiados o endiosados.
Aunque su libro sea una refundición de conferencias y textos escritos para todos los rincones del mundo, y por momentos resulte algo repetitivo, se trata de un ensayo apasionante, valeroso y polémico, que trata de hacer prevalecer el análisis racional y la sensatez intelectual sobre los actos de fe, los prejuicios y las pasiones políticas que generalmente enturbian toda discusión sobre la identidad, el multiculturalismo, la globalización y la nacionalidad en nuestros días, en un mundo que, desde los terribles atentados terroristas de Nueva York, Washington, Madrid y Londres, se siente inseguro y confuso sobre aquellos asuntos y al que, sobre todo, el fenómeno de una inmigración creciente e inatajable de personas de confesión musulmana ha llenado de prevenciones y suspicacias.
Amartya Sen recuerda una y otra vez, con ejemplos al alcance de la inteligencia más elemental, que todo ser humano es muchas cosas a la vez y que tratar de encajonarlo en una "pequeña cajita" -por ejemplo, su religión, su raza o su lengua- es desnaturalizarlo totalmente y condenarse a no entenderlo. Todos pertenecemos a muchas colectividades y esa múltiple pertenencia, a la vez que nos acerca y emparienta con un vasto sector, nos va diferenciando y alejando de otros (de los que también somos parte). De este modo surge nuestra identidad, en razón de una combinación muy compleja, y en cada caso diferente, de circunstancias que nos son impuestas y elecciones libres con las que confirmamos o rechazamos lo que se nos viene dado por nacimiento, familia o educación, y optamos por algo distinto.
Las identidades colectivas suprimen mediante una reducción arbitraria aquellas matizaciones y ven en los seres humanos no criaturas soberanas, con derechos y deberes inherentes a su individualidad, sino productos seriales, idénticos entre sí, privilegiando una sola de sus características -por ejemplo, ser negro, musulmán, cristiano, blanco, budista, vasco, judío, etcétera- y aboliendo todas las demás.
Ese descuartizamiento de la humanidad en bloques rígidamente diferenciados es peligroso, porque alienta el fanatismo de quienes se consideran superiores -el pueblo elegido, la raza pura, la verdadera religión, la clase redentora, la nación ejemplar- y los autoriza a ejercer la violencia sobre los otros.
Es, además, una distorsión profunda de la realidad humana, sobre todo en la época moderna, uno de cuyos grandes logros es justamente haber abierto mucho el espectro de opciones entre las que el hombre y la mujer pueden, mediante un libre ejercicio de su libertad, decidir ser diferentes del grupo, secta, comunidad o colectivo del que proceden.
La identidad no es una condición metafísica, estática, sino una realidad viva y, por lo tanto, en permanente proceso de recreación.
Yo soy un buen ejemplo de ese crucigrama de pertenencias y rechazos que, como dice Amartya Sen, constituyen la identidad de un individuo, para mí la única aceptable. Peruano, latinoamericano, español, europeo, escritor, periodista, agnóstico en materia religiosa y liberal y demócrata en política, individualista, heterosexual, adversario de dictadores y constructivistas sociales -nacionalistas, fascistas, comunistas, islamistas, indigenistas, etcétera-, defensor del aborto, del matrimonio gay, del Estado laico, de la legalización de las drogas, de la enseñanza de la religión en las escuelas, del mercado y la empresa privada, con debilidades por el anarquismo, el erotismo, el fetichismo, la buena literatura y el mal cine, de mucho sexo y tiroteo.
¿Se agota lo que soy en esa pequeña enumeración en la que, a simple vista, abundan las incoherencias y contradicciones? No. Podría llenar todavía varias páginas más mencionando todo lo que creo ser y no ser y estoy seguro de que siempre se me quedarían muchas cosas en el tintero. Cada una de ellas me solidariza con buen número de personas y me enemista con otras tantas y de toda esa amalgama de tensiones y fraternidades, que nunca se aquieta, que está siempre rehaciéndose, resulta mi identidad, la única en que me reconozco. Todo el mundo podría decir otro tanto de sí mismo, si se examina con imparcialidad.
Amartya Sen reconoce, desde luego, que uno de los rasgos de una persona puede, en ciertas circunstancias, convertirse en esencial. Ser judío en la Alemania nazi, por ejemplo, o ser negro en la Africa del Sur del apartheid, reducía a una persona a ser sólo eso, a los ojos de los victimarios racistas, para poder matarla o discriminarla con buena conciencia. Ser gay entre homófobos o ateo entre creyentes fanáticos obliga a una persona a privilegiar esta condición sobre las otras, ya que ella lo convierte en un marginal y a veces en un perseguido. En todos estos casos son los otros, por su intolerancia y sus prejuicios, quienes imponen aquella reducción de la complejidad y diversidad que es todo ser humano, para hacerle sentir, al que se diferencia del rebaño, su rechazo o su odio. El profesor Sen -indio de nacimiento, inglés de formación, profesor a caballo de Harvard y de Cambridge, ciudadano del mundo por vocación- critica en su libro a los gobiernos que, como el británico y el francés, con las mejores intenciones, han convertido en personeros e interlocutores de las comunidades de inmigrantes musulmanes a los líderes religiosos.
¿No es ésta también, se pregunta, una manera de confinar a los inmigrantes en una de esas cajitas gregarias donde son desindividualizados y transformados en masa? Si se quiere que los inmigrantes se integren en las sociedades occidentales lo peor que se puede hacer es entregarlos atados de pies y manos a esos clérigos entre los que, a menudo, figuran los islamistas más intolerantes y opuestos a toda forma de asimilación. Estoy casi en todo de acuerdo con los sólidos argumentos de Amartya Sen. Salvo en uno. Para él, ni siquiera la cultura, en su vasta acepción -las tradiciones, la lengua, los usos y costumbres- constituye un obstáculo considerable para que una persona singular pueda elegir su soberanía optando por opciones totalmente ajenas a su comunidad. Sin duda, ése es el ideal, que la libertad pueda ejercitarse por todos y de modo tan radical. Pero me temo que no sea así y que, en muchos casos, el factor cultural constituya un obstáculo mayor para que un hombre o una mujer puedan romper con la tiranía de la tribu. No es imposible que lo consigan, pero el precio puede ser muy alto. Aconsejo a quien lo ponga en duda que lea la autobiografía de Ayaan Hirsi Ali, Infidel , donde narra la heroica aventura que fue para ella emanciparse de la opresión religiosa y cultural y conquistar su libertad. Me entusiasma que los dos ensayos más importantes recién aparecidos en Occidente sobre la cultura de la libertad los hayan escrito un indio y una somalí.
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